Por qué dejé de ser adicto a la televisión
He olvidado cuándo me convertí en un adicto a la televisión. Debió de ser después de ser arrestado y expulsado de Suráfrica por la Agencia de Seguridad del Estado como subversivo peligroso. En aquella época no había televisión en Suráfrica. Al igual que yo, la televisión estaba considerada como algo peligrosamente subversivo y capaz de animar a los negros a sublevarse contra los sostenedores de supremacía de los blancos que habían creado el apartheid. La censura era necesaria. Hasta las fotos de niñas blancas en bañador en la entrada de los cines tenían que ser pintadas por encima para evitar que los negros sintieran la tentación de violar a las mujeres blancas.Volví a Gran Bretaña y descubrí la televisión por primera vez. Eso fue en 1962. Y fue entonces cuando me hice adicto. Tuvieron que transcurrir 34 años para que las circunstancias me obligaran a mostrarme duro conmigo mismo y a tomar severas medidas para curarme de mi adicción. Para empezar, mi salud empezaba a resentirse, y no, como podrían suponer ustedes, porque me hubiera aficionado al sillón-ball y no hiciera ejercicio, sino porque mi tensión sanguínea empezaba a alcanzar cotas que alarmaron a mi médico. Pero no era el único que estaba alarmado.
No todo el mundo sabe que poseo un bull-terrier, un animal famoso por su fuerza física y mental, si es que tiene alguna mentalidad, y conocido por su valor físico y por tener los nervios bien templados. Pues bien, cada vez que encendía el televisor, ese can sin nervios temblaba como un azogado: sabía lo que se le venía encima. Tenía claro como el agua que, en cuanto un político aparecía en la pantalla -Thatcher era la peor-, yo me enfadaba tanto, e insultaba a gritos a esas criaturas que se negaban a dar una respuesta directa a la pregunta más sencilla, que toda la habitación se tambaleaba, y mi esposa, una mujer razonable, se iba a otro lado de la casa y hasta nuestros cuatro gatos abisinios se refugiaban en el jardín.
En vista de los avisos del médico y de la crisis nerviosa del perro, intenté evitar los informativos y los programas que trataban de política. Veía eso que llaman comedias y deportes, y descubrí que solía quedarme dormido de puro aburrimiento. Después de eso, me incliné por los programas sobre la naturaleza. Parecían lo suficientemente seguros. No lo eran. No soy vegetariano, pero estuve a punto de hacerme después de ver a leones, hienas, leopardos y carnívoros de una especie u otra perseguir a algún pobre antílope, matarlo y luego regodearse con su esqueleto. A continuación vino el cinismo. La naturaleza sanguinaria todo garras y dientes me recordaba demasiado el comportamiento humano como para sentirme mínimamente a gusto. Los programas sobre historia eran peor. Sobreviví a la última guerra (¿La última guerra? Han pasado más de 50 años y se le sigue llamando la última guerra. Es un chiste de muy mal gusto), y no veo por qué tienen que seguir recordándomela una y otra vez.
Eso era la BBC. Las cadenas comerciales eran todavía más perturbadoras. Justo en el momento en que alguna película empezaba a interesarme, cortaban para la publicidad, muy bien hecha y todo eso, pero no quiero saber que un detergente en polvo deja las camisas más blancas ni que los gatos prefieren una marca de comida a todas las demás. En cualquier caso, daba la impresión de que siempre era el mismo gato. Me daba pena. Sin duda trabajaba demasiado y, además, empecé a sospechar que estaba enganchado a la comida, o que la comida enlatada contenía una dosis de algo que chifla a los gatos. Ese gato me daba qué pensar en cuanto me sentaba y lo observaba por enésima vez. Teníamos algo en común, ese gato y yo. Yo me iba directo al televisor igual de automáticamente que el se iba directo a la comida de lata. Me había enganchado a la televisión. Tenía que cambiar. Y eso hice. No me arrepiento. En cualquier caso, había otras objeciones más serias en las que pararse a pensar. Supongo que una de ellas debe de ser que los que hacen los programas tienen que complacer a sus patrocinadores comerciales, y éstos, a su vez, exigen audiencias enormes ante las cuales poder anunciar sus productos. Dicho en pocas palabras, no importa lo brillantemente que estén hechos; los programas tienen por objeto atender a gente con gustos tan diversos que prevalecen los denominadores comunes mínimos y dan por hecho que la capacidad de atención de la mayoría de los espectadores es extremadamente limitada. Pocas veces he visto un programa serio que no trivializara el tema sometido a discusión. Todo se orienta a la imagen: la política, la psicología, la historia, la ciencia, cualquier asunto que se les ocurra.
El mundo se enfrenta a problemas que abarcan desde el desempleo masivo hasta los desastres ecológicos, y todo lo que consigue el espectador es hacerse una idea de lo más somera y superficial. Lo que este espectador consigue es una sensación de impotencia y depresión. En una era en la que la información se transmite inmediatamente, sería de esperar que el mundo reaccionara inmediatamente ante los horrores en Bosnia, Ruanda y otras tragedias humanas semejantes. Claro que algunos individuos lo hacen, y al menos podemos agradecer a la televisión el que les motive, pero estoy seguro de que la mayoría de nosotros movemos la cabeza con gesto de desesperación y cambiamos a otros programas que nos entretienen o que nos sirven de escape.
Personalmente, he optado por volver a la lectura. Por lo menos, con un libro, uno puede estudiar en profundidad y releer y asimilar interiormente, y no está sometido a las frases pegadizas del momento. Por el momento, he logrado curarme de mi adicción. Ya no veo la televisión. De hecho, ya ni siquiera tengo televisor. He vuelto a la palabra impresa, y mi médico, mi mujer, mi perro y los cuatro gatos están encantados.
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