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Europa como deseo

Es sabido, y ese saber ya se ha convertido en tópico, que la vida hay que hacerla, hay que construirla paso a paso con sus logros y sus frustraciones, con sus alegrías y sus penalidades. Esto, tan evidente, vale tanto para los individuos como para las colectividades.La empresa cobra perfiles muy acusados cuando pensamos en Europa, nuestro continente para bien y para mal. Intento decir con ello que Europa es hoy primariamente un deseo, un enorme y difuso deseo. Algo así aparece consignado en la plaquette que un grupo de trabajo dirigido por el profesor Michel Foucher acaba de publicar bajo el título de La próxima, Europa. Un ajustado y riguroso prólogo de Sánchez Asiaín precede a los diversos capítulos de la obra. Pues bien, si nos apoyamos en ese testimonio, inmediatamente caemos en la cuenta de que el ubicuo deseo conforma y da sentido a todo lo que hoy, ahora mismo, está aconteciendo. Unos y otros aspiran, con muy diferente estilo y con muy dispar argumentación, a que la amplia patria de todos logre de una vez la unidad deseada. En una palabra, que Europa acabe, por fin, por ser Europa. Ahora bien, ese deseo es un enorme recipiente en el que caben toda clase de tendencias, muchas de ellas opuestas y hasta radicalmente incompatibles. Quiero decir que Europa, infelizmente, es una pura contradicción, una dramática contradicción. ¿A qué clase de democracia aspiramos? ¿Qué se entiende hoy, en rigor, por democracia? ¿De qué estilo habrá de formarse nuestra vida para que el peso de los pueblos pueda legitimar sus ansias?

Toda contradicción lleva en su entraña el germen de la discrepancia. O, lo que es lo mismo, de la polémica, y, en su virtud, surge en el inmediato horizonte la disconformidad, la carcoma de la duda y la ausencia de operatividad positiva. Buscamos el sentido de lo que en realidad somos y no damos con él. De ahí derivan dos consecuencias dilatorias. Una, la del desánimo. No somos capaces de encontrar la línea de fuerza, el hilo conductor que nos encamine hacia la plenitud. Otra: así nacen la abstención y el escepticismo, según los cuales Europa no tendría solución. Hace ya muchos años que Mahler, nuestro genio musical, enunció y sintió en su propia carne una frase que por desgracia ha hecho mucho y muy difuso camino: "Eso a mí no me concierne". El excepcional compositor anunció que del cultivo de tal actitud, de su uso inveterado, iba a surgir la decadencia europea. Han transcurrido años suficientes y esa premonición lleva camino de cumplirse. Por desgracia.

Mas ahora ha llegado el momento, justo por esa agudización del nihilismo europeo, de preguntarse: ¿es que no hay solución alguna? Dicho de otra forma: ¿es que el daño resulta irreversible? De ninguna manera. Lo primero que hace falta es encaminar nuestros pasos hacia Europa conducidos por el amor a la sagrada y trágica realidad de Europa. Sentir, al encararla, la entraña existencial europea, lo que ella tiene en el subsuelo de permanencia. La cifra secreta ya no sólo de su historia y de su positivo progreso, sino, además, lo que a nosotros nos regala, sepámoslo o no, como mentalidad, como sensibilidad y como modo de vida. Así podremos de nuevo tomar posesión de nuestra intimidad, de lo que ella exhibe, a pesar de todo, de valioso, de certero y de ilusionante. No me estoy refiriendo, no aprovecho el fácil recurso de enumerar las conquistas de todo orden que Europa llevó a cabo a lo largo de los siglos. Ésa sería tarea cómoda que, como todo lo cómodo, no sirve para nada esencial, para nada fundamental. Ya dejó dicho Kant que la comodidad es el descanso al que no precede ningún esfuerzo. No.

Tenemos y debemos asumir el trabajo de infiltrarnos en la entraña europea y, desde sus palpitantes vísceras, llegar a fundirnos profundamente con ella, esto es, con su propia esencia. Nuestra dedicación a esa espléndida feminidad que es Europa tiene que ser inexorablemente constante, sempiterna en el sentido de que a ella hemos de dedicar nuestros diarios afanes, nuestras ansias cotidianas, o lo que es lo mismo, nuestra vida.

¿Serán acaso estas mis consideraciones mero flatus vocis (soplo sin valor)? No. En absoluto, no. No se trata de hacer discursos, ni de cultivar aquello que tanto irritaba a don Miguel de Unamuno, a saber, la retórica escrita. No se trata tampoco de ejercer lo que don José Ortega y Gasset llamaba "la rimbombancia".

Se trata de algo más grave, más profundo y, por ende, más rentable. Hay una carta de san Juan de la Cruz en la que da consejo a una monja en situación de conflicto y resume su aviso poco más o menos con estas palabras: "Donde no hay amor, ponga amor y sacará amor". Justo esto, esta magnífica exhortación es la que hoy echamos de menos. No sentimos amor a Europa y, por consiguiente, no obtenemos amor. La conducta efusiva trae consigo y reproduce, en estricta correspondencia, la abierta, incondicionada efusión.

No entendemos a las otras patrias porque no ofrecemos ante ellas ese regazo acogedor que permite admitir en su peculiaridad la palpitación, la sutil y profunda` vibración de sus deseos. Somos ciegos y no lo sabemos. Por eso no aspiramos a ver, a mirar con atenta dedicación, con entrañable dedicación.

De ahí que nuestro trato con el problema europeo desemboque más bien en un tacto de codos. O quizá mejor y más exactamente expresado: en el diálogo de sordos que es hoy el lenguaje internacional. Ese diálogo que exasperaba radicalmente a Nietzsche. He ahí también la desorientación. Carecemos de brújula guiadora. ¿Por qué? Pues sencillamente, porque esa brújula está en nosotros mismos y no disponemos de la energía suficiente para encontrarla y utilizarla. O a buen seguro lo que es peor: no disponemos de la línea de fuerza de nuestro campo magnético para saber dónde encontrarla. Carecemos de buena voluntad. Nos inhibimos, en muchas ocasiones sin percatarnos de ello, ante la complicada faena de infiltración participadora en las entretelas de los países que piden a gritos reconocimiento y salvoconducto de universalidad.

Domingo García-Sabell, miembro del Colegio Libre de Eméritos, es escritor.

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