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El 'míster' en Azca

Sucedió que el presidente del consejo regresó sumamente impresionado de la Feria de la Sangría en Colonia, al mismo tiempo que la esposa del gerente volvía de un festival de flamenco, en Kyoto, igualmente conmovida, y eso y unas cuantas películas, y cosas que flotaban en el aire (y que les ahorro) motivaron que, tras duras negociaciones, un nuevo míster, austriaco, tomara mando en plaza en una oficina como otras 72.968 por la zona de Azca, en el Manhattan madrileño.Lo primero que hizo el míster, un hombre sonriente, atlético y peliblanco como un banquero golfista, fue decretar unos horarios para ir a los servicios. No horarios, propiamente, sino la obligación de firmar en hojas de entrada y de salida, con las horas respectivas. La medida, dictada cuando el segundo turno de vacaciones contaba las horas para salir, y el primero todavía lloraba en el atasco de regreso, no pudo ser recurrida ante el Tribunal Constitucional más que cuando ya habían pasado los plazos preceptivos.

La empresa no quería controlar la digestión de sus empleados, como pensaron (erróneamente) los malpensados. En realidad la norma sólo pretendía averiguar quién había coincidido con quién, y durante cuánto tiempo, y eso, como saben los espías, vale casi tanto como el secreto mismo: no hace falta saber de qué han hablado fulano y zutano, ni que haya sido en un mingitorio. Basta escrutarles la mirada para saberlo.

En realidad, con una hábil maniobra, el austríaco se había cargado el medio informativo más libre de la oficina, aquel en el que los empleados intercambian la información más solvente posible, lejos de la acusica mirada de los jefecillos intermedios, obsesionados con perder el diminutivo. Allí precisamente habían corrido los rumores más solventes sobre la negociación con el austríaco, cuando se dijo que iba a cobrar el equivalente de 125 sueldos mínimos y que exigía en el aire acondicionado de su despacho fragancia de pino de la Selva Negra. El blindaje de su contrato, además, equivalía al de la antepenúltima cámara acorazada del Banco de España, reservándose el de la penúltima sólo para el presidente del consejo y un futbolista del Madrid. (El contrato equivalente al de la última es, como se sabe, un secreto de Estado).

Siguieron, para despistar, un rígido control sobre los lápices, las llamadas y los papelitos amarillos para dejar mensajes. Ni qué decir tiene que fue suprimida la media hora del desayuno: "Los empleados tendrán que venir desayunados (de cereales), peinados, bien vestidos, de buen humor y a ser posible con las necesidades hechas", fue escrito en un anuncio que parpadeó cada hora en los ordenadores durante tres días. Una máquina de cafés fue instalada en el despacho del jefe de personal, y la plantilla fue adiestrada para hacer el trabajo del ordenanza, sin tener que esperar a que volviera de un recado, y ello por una razón: había sido despedido. Un retén veraniego del comité de empresa intentó argumentar que ese joven hablaba tres idiomas, uno de ellos alemán, y tenía dos masters, uno de ellos precisamente en contratación temporal, y se les respondió con un siseante "precisamente", en tono poco amistoso. No insistieron.

El día que el gran reloj de los juzgados de la plaza de Castilla llegó a marcar 39º a las diez de la mañana fue el elegido por el nuevo jefe para, con la sonrisa puesta en el ángulo exacto, pedirle a Manolo -que estaba a punto de jubilarse y lo miraba todo con la nostalgia de quien ya está lejos (cuánto, cuánto tontolaba había visto llegar, mandar y morir en el polvo del olvido en todos esos años)-, pedirle que en adelante hiciera el favor de venir con corbata.

Como una secretaria se riera, creyéndose a salvo, el míster le preguntó, mirándole las piernas, qué creía ella que la autorizaba para venir sin medias a la oficina. Y tras otra ojeada precisó: "Y sin depilarse". Le sugirió tres marcas de máquina de afeitar.

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Para cuando llegó de vacaciones el segundo turno, el nuevo jefe, ya había hecho trazar sobre el suelo de la oficina una espesa red de líneas de colores que había que seguir según lo que se fuera a hacer: pis, beber agua, preguntar algo, mirar por la ventana... de modo que en cualquier momento se podía saber qué estaba haciendo cada cual, y así se podían establecer gráficos y estadísticas, que son las nuevas armas ganadoras.

El derecho a hablar con la prensa sólo se conseguía por méritos. Y él era quien los otorgaba.

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