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La apuesta de Julio Anguita

Hacia 1970, Julio Anguita hizo una apuesta que le llevó a la política de izquierdas; una apuesta que, según sus palabras, tuvo mucho de visión religiosa. Hasta entonces, había sido un católico a machamartillo, fascinado por el misterio de la Trinidad: "Aquello me llenaba... Me asaltaba el deseo de entenderlo todo". Tan devoto de santa Teresa que a punto estuvo de ingresar en el Carmelo. El fondo cultural de aquellas mocedades era el de un integrista: Menéndez Pelayo y los escritores de Acción Española y de la Falange. Pero llegó la experiencia decisiva y, de golpe, se transformó en un hombre nuevo. Primero fue la visión, dice; luego las lecturas de Marx y de Lenin: "Ahí comienza la historia de una transformación dolorosa" (F. Jáuregui: Julio Anguita, Madrid, 1992). Historia dolorosa que le llevó a la alcaldía de Córdoba, en 1979, encabezando una candidatura comunista, y a convertirse más tarde en una de las figuras más conocidas de la política nacional.El secretario del PCE es un comunista paradójico. De un lado, proclama su fidelidad al legado de Marx, y confiesa haber leído enteramente El capital cuando tenía 25 años. Pero si esto es cierto, habrá que concluir que la lectura dejó pocas huellas en su memoria. Los marxistas, dice como si la cosa no fuera con él, han pecado de rousseaunianos; no han reconocido la naturaleza pasional, pecaminosa, del hombre. Una crítica teológica insólita en un secretario general, que no hubieran dudado en suscribir Víctor Pradera y el último Maeztu. Más identificado parece, en cambio, con los vaticinios marxistas sobre la desaparición del Estado en el socialismo. En todo caso, el conocimiento que demuestra de Marx es bastante somero. El papel que antaño tenían las clases sociales o la base económica ha sido sustituido por dos entidades llamadas pueblo y utopía. De Lenin también demuestra tener una noticia defectuosa. Imagina que el revolucionario ruso -político implacable y realista- era un romántico, un "alma delicada", un soñador. Lo de la dictadura bolchevique debió de ser, sin duda, un mal sueño. De esta manera, el confuso Anguita ha descrito una trayectoria opuesta a la que los clásicos consideraban deseable: del socialismo científico al socialismo utópico.

Sería injusto, sin embargo, argüir sobre la ignorancia de Anguita en este punto. La tradición a la que pertenece no es la marxista. Lo suyo es una especie de populismo, antipolítico, al que podríamos encontrar antecedentes en cierto tipo de regeneracionismo español de fines de siglo. Un discurso arbitrista, antiliberal, repleto de profecías y referencias bíblicas, enemigo del mundo moderno. La circunstancia de que un populista se conviertiera en secretario general de los comunistas españoles no es, posiblemente, más que un signo de la descomposición a la que se encuentra abocado este movimiento.

Como todo populismo, el de Anguita es harto ambiguo. El pueblo es una figura inconcreta, depositario de una sabiduría profunda, de una lógica perfecta, superior al análisis convencional. Anguita concibe su misión como un "acercamiento al pueblo". Acercamiento o fusión que representaba el ex alcalde de Córdoba, vestido con vaqueros, bailando y bebiendo con la gente, participando con ella -viene a explicar- en algo semejante a la comunión mística. Sin embargo, desde otro punto de vista, el pueblo es impotente; un niño eterno que necesita de la visión profética, del sacrificio incluso, de mesías y caudillos; es un coro que aprende en el héroe trágico -el ex alcalde, naturalmente- la representación del drama de su vida. El pueblo parece no entender lo complicado del mundo y la magnitud de los males que le acechan. Por eso necesita de metáforas -las dos orillas- o, más sencillamente, de explicaciones a ras de tierra. Así, el memorable ejemplo de las habichuelillas: se coge una de estas legumbres, se la lleva a la fábrica, se la introduce en un saquito y he ahí el valor añadido. En conclusión, es probable que no haya un político español que tenga una idea más trivial, más pesimista, más pobre de la inteligencia común que el secretario del PCE.

Todo indica que el hombre renovado en que dice haberse transformado Anguita ("limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa", Corintios, 5, 7) ha seguido fiel en el fondo a la ley antigua, la del católico íntegro. Los conceptos políticos seculares encubren casi siempre un contenido teológico. La adhesión partidaria, como la fe, ha de ser completa, sin reserva mental alguna; la política de Izquierda Unida, señalaba en marzo de 1991, "o te llega hasta la última uña del dedo del pie o no vale". Los militantes son a modo de fieles o creyentes, que han de vivir su compromiso hasta llegar a la "coincidencia total", sin apenas referencia a la regla estatutaria; miembros de una Iglesia espiritual que tiene a su secretario o coordinador como Papa. Todavía más. El orden político no tiene como meta la regulación de intereses y conflictos, el logro pacífico de transacciones relativas; no, la política ha de alejarse de esas componendas infames para significar participación unánime, comunión en el sacramento del ideal y de los principios: "Que la gente viva y respire por esos valores", o que los "entienda y participe" (Discurso en la fiesta de Treball, 1990).

Esa peculiar mezcolanza de teología y política, como suele acontecer, lleva en derechura a la descalificación del liberalismo y del régimen representativo. Las elecciones son un espectáculo circense, y mejor sería concebirlas como debates intracomunitarios. El Parlamento es el lugar de la retórica. La política profesional es una cosa abyecta. Los partidos son incapaces de representar a toda la sociedad, ni siquiera a una parte; casi podría afirmarse que son un estorbo en la relación inmediata que necesita el caudillo populista con su pueblo: "Aún pienso que algún día no existirán fuerzas políticas". El estado del mundo señala la inminencia de las postrimerías: culto al dinero, consumo desenfrenado, ausencia de valores. Resulta chocante que, para Anguita, el mal moral resida menos en la escasez que en la riqueza; menos en el capitalismo como forma de producción que en el "ascenso social para adquirir riqueza"; como si el moralismo antipolítico hubiera sustituido a la crítica racional.

La utopía que Anguita reclama -una mala secularización de la Jerusalén celestial- vendría a ser algo parecido a una sociedad espartana, unida, homogénea, en la que el pluralismo liberal, ético o político, resulta inconcebible; una sociedad en la que sería obligatoria la práctica de la virtud, de principios altruistas, todos viviendo y respirando al unísono; una sociedad conventual, sin competencia, probablemente sin dinero, en la que una autoridad iluminada repartiría equitativamente la pobreza bienhechora. En las publicaciones comunistas recientes -Nuestra bandera, Utopías- se pueden leer artículos sobre "la actualidad de Robespierre"; una figura al parecer entrañable, comprometido con el pueblo, hombre de principios; una especie de antepasado de Anguita con el enojoso adminículo de la guillotina. También podemos regocijamos con entrevistas a Ziuganov o salir confortados al saber que Cuba persiste en su interminable transición al socialismo. Cuando la utopía abandona el limbo teológico y se encama en el mundo, suele mostrar sus perfiles más atroces.

A Julio Anguita le cumple perfectamente la observación de David Hume: "De todas las clases de hombres, la más perniciosa es la de los forjadores de utopías cuando tienen en su mano el poder, y la más ridícula, cuando no lo tienen". Así, lo que podría ser anticipo de desastre -el gobierno de un profeta armado- se transforma en algo grotesco, en un discurso que mezcla enunciados disparatados y contradictorios entre sí. Pide Anguita la aplicación íntegra de la Constitución, confundiendo lamentablemente normas legales de procedimiento cori criterios sustanciales de justicia. Pero, a la vez, defiende con ardor propuestas -autodeterminación, federalismo, república- que son incompatibles con ella. El supuesto amigo de la Constitución es, en realidad, uno de sus más feroces adversarios. Parece profesar una intransigencia a toda prueba en materia de programas políticos. Ahora bien, si descendemos al susodicho programa nos toparemos con puntos, como el de la reforma agraria, que son propios de una fuerza política de los años treinta; o bien con otros, como el de la banca pública, de dudosa eficacia. Tanta insistencia en el programa -por triplicado- esconde una absoluta carencia de objetivos realistas, en justa compensación a la obsesión por los fines últimos, utópicos. Proclama Anguita su aborrecimiento por la política profesional, y eso lo dice alguien que lleva cerca de 18 años viviendo de y para la política. Afirma repudiar a los nacionalismos periféricos por reaccionarios y burgueses, pero acepta su visión de España como mero artificio, como Estado plurinacional; y así, llegado el caso, les sirve de apoyo en el País Vasco. Critica al Rey por demasiado activo o por demasiado pasivo, según se tercia. Anuncia periódicamente golpes de Estado, violaciones de la legalidad y conciliábulos mafiosos; pero tanta reiteración hace increíbles las denuncias. Julio Anguita ha erigido la coherencia en el valor supremo de la coalición que preside. Por coherencia facilitó el gobierno del PP en ayuntamientos y autonomías. Bien está la coherencia, pero si quiere ser algo más que cabezonería absurda, debería empezar por la coherencia lógica. Apuesta es la voz predilecta de Anguita. Apuesta eterna, siempre renovada bajo distintos ropajes: cristianismo, anarquismo, comunismo, tanto da. Apuesta en lugar de fe, aunque una vez confesó no saber por qué le gustaba tanto el término. El caso es que la apuesta es un conocido argumento de Pascal, por medio del cual intentaba provocar la conversión del escéptico. Se trataba, usando los medios de la razón natural, de apostar por la existencia de Dios: si ganáis, lo ganáis todo, es decir, una eternidad de bienaventuranzas; si perdéis, si Dios no existe, no perdéis nada. La apuesta de Anguita ha modificado los términos, poniendo la utopía en el lugar de Dios.

Una vez pareció que la utopía estaba al alcance de la mano. El caudillo mesiánico se veía capitaneando el inmenso espacio de la izquierda; señalando con el dedo profético a los tibios, adalid de una cruzada de moralidad. Sin embargo, los planes grandiosos no acaban de realizarse. Las encuestas arrojan negros pronósticos. ¿Se deberá todo, como ha sugerido el interesado, a las malas artes de conspiradores de dentro y de fuera? Quizá la explicación sea otra. En el mundo laico, contingente, de la política democrática, nunca se gana todo ni del todo. Sólo un megalómano puede creer lo contrario. Las apuestas fallidas siempre traen consecuencias serias para el jugador. Quizá haya gentes de poca fe que, caminando de fracaso en fracaso, se han cansado de esperar el santo advenimiento. Quizá haya gentes -es sólo una conjetura- que, asustadas del cariz, totalitario que va tomando la utopía, hayan caído en la cuenta de que el sedicente profeta es un impostor.

Javier Varela es profesor de Historia del Pensamiento Político de la UNED.

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