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Reportaje:

El éxito de un modelo

El deporte español despedirá a Induráin sin dramatismo: su marcha no deja un vacío generacional en el podio

Luis Gómez

A finales de siglo España produce éxitos deportivos sin interrupción, así que podemos descargar a Miguel Induráin de responsabilidad. Debemos dejarle tranquilo, que medite sobre su inmediato futuro sin aventurarnos a un drama nacional. Ha sido el más grande entre los grandes, pero tras su sombra nacen nuevos héroes y se percibe un hilo argumental que nos libera del pesimismo. Año tras año, abundan las satisfacciones en distintos puntos del calendario, señal de que el español, como espectador deportivo, ha ganado en calidad de vida. Que en otras circunstancias, 1996 sería recordado exclusivamente como el año del fracaso de Induráin en el Tour, pero 17 medallas en los Juegos Olímpicos de Atlanta permiten un balance optimista. La decepción por la derrota del número uno ha sido sustituida en la memoria de quienes han participado en la votación de EL PAÍS, por la explosión de. alegría que nos transmitieron los componentes de la selección de waterpolo aquella noche del 28 de julio, cuando conquistaron la medalla de oro.No es preocupante, pues, que unos waterpolistas (héroes ocasionales de un deporte minoritario) sucedan en el podio a Induráin (el héroe popular de un deporte con raigambre y audiencia). Es todo un síntoma. Es un síntoma de que España dispone de un modelo a partir del cual podemos certificar la defunción de nuestro secular derrotismo como espectadores. Nuestros atletas compiten en condiciones de igualdad en las grandes citas internacionales. Son competidores sólidos. Atrás quedan las apelaciones a la furia, la caza del culpable y esa interpretación catastrofista de nuestro paisaje deportivo donde se entremezclaban dirigentes ineptos, atletas abandonados a su suerte y un mapa de instalaciones deficientes.

Induráin. ha sido el eje de una revolución histórica en el deporte español,una revolución que se explica desde lo sentimental hasta lo estadístico. Basta recordar la secuencia de éxitos de los últimos años presidida por los cinco Tour consecutivos de Induráin, un lustro en el que hemos sido felices como espectadores en la tierra batida de Roland Garrós, sobre la hierba de Wimbledon, descontando del asfalto los segundos que separaban a Carlos Sainz de Kankunen o en el hoyo 13 del campo de Augusta; celebramos el gol de Koeman en Wembley o ese remate incalificable de Najim en el Parque de los Príncipes de París. A la hora de echar cuentas, cada cuatro años, como corresponde a cada intervalo olímpico, nos queda la constancia de que el camino entre Barcelona y Atlanta da motivos para la celebración: 22 medallas en 1992, más 17 medallas en 1996. España ha subido en el escalafón: en 1988 se compitió en Seúl por cuatro medallas y en 1996 se conquistaron 17 sobre unas aspiraciones a 25. En ese punto radica el cambio: hemos multiplicado las. ambiciones y, como consecuencia de ello, se han multiplicado las satisfacciones.

1996 apuntaba a Un cansancio generacional. No ha sido Induráin el único afectado. Arantxa y Conchita no han podido estampar su firma en los grandes momentos de la temporada, Bruguera ha vivido entre dudas y Olazábal apenas ha podido intervenir en un torneo como consecuencia de una desgraciada dolencia; los problemas mecánicos han resultado un obstáculo insuperable en el trabajo de Carlos Sainz, así como Crivillé no ha podido con testar la hegemonía de Doohan. Visto con simplicidad el resumen del año, las derrotas superan a las victorias, pero examinado como parte de un proceso es una constatación de cómo en una misma temporada coexiste -una generación que administra su declive (Induráin, Arantxa, Conchita ... ), otra aún en su madurez (Carlos Sainz, Bruguera ... ) y una tercera que asoma por la puerta (Crivillé, Olano ... ). Las generaciones se suceden: mientras despedimos a unos damos la bienvenida a otros.

Nuestros campeones ya no son autodidactas ni se reproducen por generación espontánea. Son hijos de un modelo, el último escalón de un trabajo planificado. A finales de 1996 se habla de los Juegos de Sidney en el 2000 con propiedad; se manejan con argumentos apellidos que aún son desconocidos del gran público: ellos serán los héroes del último año de este siglo. El terreno está abonado.

Eso sí, sería conveniente aclarar que no es un modelo mixto, ahora que vivimos tiempos de propensión al liberalismo. La intervención de la economía privada en toda esta estructura es apenas testimonial por mucho que se celebren las aportaciones millonarias de las empresas patrocinadoras. Es un modelo público, centralizado e intervencionista, como posiblemente lo es en otros países de nuestro entorno europeo que han seguido caminos similares, como lo hacen en Inglaterra, ahora que se han dado cuenta de que la mezcla de amateurismo y liberalismo no produce medallas. España dispone de grandes instalaciones y envidiables centros de perfeccionamiento. Ni uno solo de los ladrillos de esos edificios se ha pagado con dinero privado.

Ese modelo nos permite cerrar 1996 con esperanza. Es cierto que Induráin apura sus últimos momentos, que trata de administrar su irremediable declive, que el más grande entre los más grandes camina hacia su despedida, que en 1997 cerrará su currículo quién sabe de qué manera. Y entendemos que quizá no haya otro Induráin, que ha sido estupendo vivir cada mes de julio bajo una confianza plena en el éxito en el Tour. Pero también entendemos que no tendremos que esperar lustros o décadas para disfrutar de otro héroe. Los cincuenta fueron de Bahamontes, los sesenta de Santana, los setenta de Nieto y los ochenta de Ballesteros. Los noventa habrán sido de Induráin como jefe de filas de una generación inigualable, capaz de sumar hasta 39 medallas olímpicas, más que en toda nuestra historia anterior en los JJ 00 (27). Pero si 14 años han transcurrido desde Bahamontes a Ocaña, si 15 transcurrieron de Ocaña a Delgado, ahora podremos despedir a Induráin confiados en el porvenir de Abraham Olano. Ese es el éxito de un modelo.

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