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Los intocables

Hay periodistas, los más percebes del gremio, que de vez en cuando y sin ponerse colorados, se llaman a sí mismos mensajeros, notarios de la actualidad o cualquier otra memez semejante. Podría decirse que están de guasa, pero no; hablan en serio, en estado sobrio y siempre en respuesta a alguien que por alguna razón ha censurado su trabajo. Mensajeros, dicen; y pensándolo bien, no es mala la argucia: se inventan un postulado; lo timbran y a partir de ahí, sólo con enseñar la chapa de socio, consideran cerrado el caso. La verdad está aquí dentro, como quien dice.Expedientes X al margen, el periodismo ha muerto. Es más: no ha existido nunca. Y sin embargo, se mueve a peor. Me lié. Una circunstancia muy habitual en quien suscribe, sobre todo cuando se halla en manos del otoño. Sea como sea, esta actividad siempre ha caminado cerca del poder, lo ha cortejado, ha aprendido de él y en la actualidad ya forma parte de su ser. En contra de lo que suele aducirse por ahí, el llamado "interés del público" es únicamente un producto artificial. Casi siempre está dirigido y fomentado por los mismos medios de comunicación, de manera que cuando, un asunto es sacado a la luz y tratado con mimo, de repente, por inercia, empieza a interesar a la gente. Y no podía ser de otro modo, ya que el ciudadano medio carece de noticias propias y depende de las que otros decidan ofrecerle.

Por uso y costumbre, el reportero de hoy es un opinante, lo que en principio no parece un trabajo vergonzoso. Siempre, claro está, que el implicado no pretenda moldear a su antojo la noticia. Informar con honestidad requiere, por narices, pureza, objetividad e inteligencia, y ocurre que tales atributos están vetados para la gran mayoría de antropoides en activo. Y más, si han de emplearse al tiempo. El auténtico periodista, sospecho, solo podría ser un robot, un ente desconectado de -sus propios sentimientos, un objetivo fotográfico, una sonda, un perquisidor, un observador sin apego a las conclusiones. Alguien, en suma, que por aquí no existe. Y aun admitiendo que se cumplieran estos requisitos, todavía el robot debería preocuparse de aplicar las palabras más exactas, sin recurrir a matices o insinuaciones. Como hacen, por ejemplo, los que informan sobre la temperatura, los resultados de fútbol o la cartelera. Los mejores, a mi entender.

La denominada exclusiva es otra de esas leyendas hinchadas que sirven de referencia en el medio. Quizá se me escape algo, pero no acierto a comprender por qué se le da tanto bombo. Tal vez sea una cuestión de muescas, ya que en realidad poco importa quién es el primero en contar algo, si ese algo, inevitablemente, ha de conocerse en breve. Una cuestión de minutos que ellos, sin embargo, consideran capital. En muchos casos, además, las exclusivas son solo ofertas de temporada: se compran, se venden y hasta se almacenan en el frigorífico a la espera del que el alto mando considere oportuno hacerlas públicas. Existen despachos que trajinan estos temas; lugares poco ventilados a los que acuden personajes con mercancía pasada en el portafolios. Allí negocian resentimientos, allí les ponen precio, allí pactan cara a cara con otras rapaces. Allí, en definitiva, huele mal y allí maquillan el producto los compradores, haciéndonos creer luego que su noticia inmortal obedece a una profunda labor de investigación. Vale, como decía Cervantes.

Y, a pesar de todo, resulta que la mayoría de los periodistas son tipos normales. Sólo unos cuantos parecen mostrar tics o mutaciones preocupantes, lo que no impide que otros muchos se vean arrastrados por la alcantarilla. Pero en realidad no tienen cuernos, no sueltan carcajadas enfermizas y no se comen. a los niños en rituales de media noche. Los hay, incluso, agradables; sobre todo, fuera de la redacción.

Mensajeros, dicen algunos; pero no creo que estén acertados: para mensajeras, las palomas, que siempre vuelan alto, siempre mantienen el rumbo y siempre cumplen la misión que les han encomendado. Una cuestión de tacto, que no se corresponde con intrigas o artificios, y mucho menos con el diminuto arte de alardear.

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