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Redoble de campanas

Alguna mañana de domingo -si, como suele suceder, el tiempo es apacible y los ciudadanos se largaron a la parcela el viernes- puede adivinarse, en Madrid, el antiguo tañido de las campanas. Amortiguado el permanente rumor de los automóviles, hay silencios, entre el paréntesis de los semáforos, donde retumba la voz de bronce del campanario, secuestrado entre los altos edificios.Ajenos, olvidados de los ritos, alzamos la cabeza sorprendidos por un sonido que ni siquiera concuerda con nuestro reloj digital. Alguno de esos atardeceres, en ciertas calles y con el viento a favor, se perciben las tres llamadas del ángelus, desde el torreón de las monjas.

Madrid empapa todos los ruidos, salvo en esas calmas, indicadoras de que la Villa está desierta. Un contrasentido, pues eran fundidas las campanas para lo contrario, para convocar a los vecinos, llamar al arma a los soldados, a somatén; advertir del fuego, la inundación, un próximo eclipse, la entrada en la fábrica, en la escuela; la llegada de los pescadores al muelle, la pitanza en la cárcel, el mediodía en la Audiencia...

Vivimos a toque de campana, durante casi toda nuestra era. Enmudecían, en periodo de guerra permanente y se prohibió para anunciar el siniestro y popular festejo de las ejecuciones públicas. El Jueves Santo caen los crespones sobre la imaginería y se aquietan los badajos, que el Sábado de Gloria eran algarabía unánime.

Acechado aquel momento que precede al silencio más espeso y expectante, Madrid sacudía las tinieblas de la Pasión, arrinconaba el luto y, por la noche, iba a los estrenos teatrales, que marcaban el comienzo de la temporada y ya no son de rigor.

El toque de alegría lo fue, también, de sangrientas jornadas, de todo ha de haber, en las Vísperas Sicilianas y en la Noche de San Bartolomé, grandes cosechas de la degollina. Silenciosa, aunque escuchada en todo el ámbito del reino de Aragón, fue la de Huesca, con la cabeza cortada del obispo rebelde, haciendo de batidor y las de 14 ambiciosos, una extraña esfera con dos horas de recambio.

Lenguaje del cristianismo, que ha regulado la existencia parroquial, venido de lo alto. Como el repiquetear del coche de los bomberos, el tintineo que abría camino a los óleos, cuando iban a pie los sacerdotes y las gentes sentían un vago respeto hacia la muerte. Hoy leemos la nómina de los difuntos, en letra muy pequeña y por orden alfabético, en la escalofriante relación de los "fallecidos ayer".Uno de los más vivos recuerdos de mi infancia va ligado al redoblar de casi todas las campanas de Madrid. Fue un atardecer de septiembre, de 1929, con 10 años a poco cumplidos. Bajo la tibia claridad cenital de aquel estío se escuchaba el incesante rebato de los vecinos Jerónimos, que repetían el campaneo de las otras espadañas.

Desde la terraza de la casa paterna, en una ciudad sin rascacielos, se oteaba, hacia el sur, una densa humareda, bajo la que se estaban abrasando los espectadores del teatro Novedades. Quizás el suceso, y la muleta del cojo que entorpeció el escape y multiplicó el número de víctimas del horror, distrajeron del cercano desastre rifeño. Algo que quizá contribuyeron a borrar las frenéticas resonancias de la improvisación y el descuido.

Ya no se escucha el son profundo que llama a misa de once. Ni siquiera reparamos en el cantarín de las ermitas campesinas, que le piden prestado la voz al eco, entrelazándose a la esquila de las vacas y las cabras agnósticas. En el olvido, los martillazos alternativos, de la torre del Reloj, que no ahuyentan a las tercas palomas, de los que creyeron que Venecia y amor eran latido unísono.

Ahora pasan, a nuestro lado, con urgencia homicida, la ambulancia aulladora y el estruendo policial, nunca se sabe a cuento de qué. No doblan ya, ni por el que ha muerto aquella madrugada en el tanatorio de las afueras. Rajadas están, roncas y afónicas, las campanas de este Madrid lleno de gente.

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