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El experimento del doctor Angosto

Distinguía al doctor Angosto un inconformismo radical. Su rechazo respecto al mundo que le rodeaba era tan absoluto que los proyectos para modificar alguna de sus partes parecíanle vanos y culpables intentos por salvar ("lavar la cara", decía él) la indignidad absoluta en que se desenvolvía el mundo moderno. El capitalismo, injusto de por sí, apenas si acertaba a cubrir sus vergüenzas con un simulacro de democracia, trucada por la hegemonía mediática de los plutócratas, labor, por lo demás, nada difícil si se tiene en cuenta el carácter estólido y amorfo de un electorado que, lejos de estudiar con el debido detalle las doctrinas y los programas, sé dejaba llevar por la futilidad de las imágenes y, en consecuencia, prestaba escaso apoyo a las alternativas de la izquierda verdadera, justamente la que el mismo representaba.Con el mentón levantado y entornando los párpados escrutaba el horizonte desde lo alto de un risco, esperando atisbar, como el águila de Patmos, el fin de la iniquidad y el profético futuro de un cambio radical que había de ser precedido por los terribles signos que anuncian todo apocalipsis: paro generalizado, crisis económica y, en fin, una entropía ecológica universal; tales deberían ser los gozosos heraldos de la revolución.

Como quiera que la altura desde la que oteaba el porvenir revolucionario no parecía ofrecer suficiente perspectiva decidió valerse de los medios aerostáticos y navegar entre nubes a la búsqueda de ese futuro que no acababa de llegar. Hizo construir para ello una gran esfera rellena de hidrógeno, que era capaz de sustentar una amplísima plataforma destinada al transporte de pasajeros. Se encontró así embarcado, junto con sus numerosos consejeros, en un globo que no sólo era capaz de recorrer los continentes, sino que, impulsado por el viento de la historia, surcaba también el cauce de los tiempos.

Mecidos por un Céfiro de ensueño se encaminaron hacia el Este, donde esperaban ver, como un adelanto de láutopía prometida, nuevas y centelleantes ciudades circundadas por un arco iris que testimoniase la felicidad inefable de sus moradores. Pero al aproximarse comprobaron que ninguno de sus instentos ópticos confirmaba unas suposiciones tan halagüeñas. Por lo que se podía ver, nada funcionaba, y parecía como si los mismos alcaldes que regían en las arruinadas urbes hubiesen desistido hacía tiempo de toda esperanza de mejora. Cuando estuvieron al alcance de la voz humana pudieron averiguar que se había abandonado, por su ineficacia, el anterior sistema, y, lo que era peor, la desmoralización y las dificultades económicas eran tales que no se vislumbraba la posibilidad de practicar cabalmente ningún otro.

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Tras un acalorado debate, los tripulantes del globo concluyeron que "se trataba, sin duda, de una praxis desafortunada, pero que no podía deducirse de ella la invalidez del propio proyecto". Así pues, traspasaron confiados los meridianos donde, comienza el Oriente. Desde los cielos se divisaba un pueblo inmenso agitándose en incesante afán. Aquí y allá, las nuevas construcciones parecían atestiguar un crecimiento continuo y hasta vertiginoso, como si una fuerza incoercible surgida de los mismos edificios los hiciese erguirse y ascender inexorablemente piso tras piso. Al aproximarse más pudieron también ver enormes carteles en los que se hallaba escrita una consigna que sin duda debía constituir la norma de acción de aquella multitud tan industriosa. Era, por tanto, del máximo interés descifrar el sentido de aquellas palabras que aparecían reiteradas en casi todas las calles. Gracias a los inusitados conocimientos de uno de los tripulantes pudieron traducir aquella frase con tanta claridad que no se requería ningún esfuerzo de posterior exégesis. Decía: "Enriquecerse es glorioso".

Por fortuna, el globo no sufrió los mismo efectos que el ánimo de los peregrinos y se mantenía en el aire, pero el viento empezaba a soplar en contra, de manera que si no conseguían anclar tendrían que volver al punto de partida o incluso más atrás En efecto, al poco tiempo estaban otra vez en su propio país, de manera que una odiosa perpendicular les unía visualmente con aquella denostada "modernidad de ordenadores", con aquella inicua "competitividad fascistoide", con aquellos hombres que se afanaban, aunque menos, por el mismo ánimo de lucro que movía a sus congéneres de Oriente. Por otra parte, se sabía que, aunque sin poner en duda el sistema económico, aquellos hombres mantenían periódicamente luchas políticas. Por muy banales que éstas fueran, no era menos cierto que allí se disputaba sobre el uso que se daría al presupuesto público, casi un 50% de la riqueza nacional (Marx no pararía de reír en su tumba si pudiese saber cuál había sido finalmente el destino de aquellos roñosos manchesterianos que él había conocido). La cuestión esencial parecía ser, por las voces que se elevaban hasta las alturas, mantener el Estado de bienestar, y para ello crear riqueza, o sea, ser capaces, de competir en el terreno económico a fin de que lo que se redistribuya socialmente no sea la, pobreza o una renta nacional decreciente.

Al punto volvió a estallar la discusión dentro de la barquilla. Unos ponían de manifiesto la necesidad de anclar el aerostato en tierra, combatir en el terreno de lo posible y, como ellos decían, "acudir a la pelea allí donde realmente se estaba dando". Si no conseguían anclar sobre la tierra, su pretendida revolución sería algo tan ridículo como asaltar un palacio de cartón piedra o, añadían los más insolentes con un toque de malignidad, "sería como hacerle el juego a la derecha" de la derecha" (se veían forzados a usar estas expresiones un poco alambicadas desde el día en que, durante un congreso entusiástico y casi triunfal, habían decidido nombrarse a sí mismos herederos únicos de la genuina y verdadera izquierda, colocando a los rivales socialistas en la "otra orilla", en connivencia con una derecha que al menos tenía la virtud de presentarse sin velos).

Por otra parte, en la bellísima ciudad que tenían a sus pies, entre la mezquita y las riberas del río cercano se iba apiñando una multitud murmuradora y descontenta; desde abajo llegaban los rumores desflecados de frases pronunciadas ora con sorpresa, ora con ira. La confianza que se había, otorgado al partido de "la izquierda verdadera" sólo parecía servir, decían los más despechados, para que reinase "la derecha de verdad".

Uno de los tripulantes, llamado Del Sarto, imprudentemente alentado por el apoyo que parecía llegar desde el suelo, advirtió al doctor de que si no buscaban un terreno realista en el que plantear sus demandas, si no seguían una "ética de la responsabilidad" atenta a las consecuencias reales de su acción política, corrían el riesgo de quedar inmovilizados en el limbo de las buenas intenciones, chapoteando impotentes en la ciénaga de la "ética de los principios", tan pura como inoperante. Peor aún, si el viento seguía soplando, quizá acabarían por. coincidir con las visiones del pasado precapitalistas y nostálgicas de los viejos buenos tiempos del proteccionismo y la autarquía económica; quizá el odio a los productos del Sur (que no a sus habitantes) y a la prepotencia del Norte acabase por convertirnos en una "balsa de piedra". Quizá se precisase incluso un cambio en el himno, ya que el internacionalismo podía confundirse con el cosmopolitismo capitalista; a lo mejor resultaban más adecuados los sones del Ya sé que no se estila o cualquier otra tonada casticista que pusiera de manifiesto nuestro rechazo por esa modernidad burguesa y calvinista, hija de las, nieblas del Norte.

Los excesos mismos de estos sarcasmos fueron contraproducentes y se revolvieron en contra de quienes los habían pronunciado. La ironía, tal como señaló uno de los tripulantes, era un arma que no debía utilizarse jamás en el seno del propio partido, y el hecho de que se hubieran vertido tales palabras denunciaba ya el carácter fraccionalista y las intenciones inconfesables de los críticos.

La división se hacía notar dentro de la nave por los gritos estridentes que la trascendían y por el peligroso balanceo del camarote, cuyas violentas sacudidas comenzaban a ser inquietantes. Pero el doctor Angosto, que todo lo había previsto en su audaz experimento y que contaba con una mayoría de adeptos en la cabina, sacando de un arcón varios paracaídas, exigió perentoriamente a los disconformes que abandonasen el globo, lo que éstos hubieron de hacer, no sin antes agradecerle su humanitarismo. Los que quedaban en la nave habían decidido seguir el rumbo marcado por el doctor Angosto, no tanto porque coincidiesen con su análisis objetivo de la situación o por las consecuencias que su decisión de "no enmendalla" fueran a tener sobre la vida política real. No; en lo fundamental, los leales al viejo proyecto compartían el análisis del ex compañero Del Sarto; pero, para ellos, ahora se trataba más bien de una cuestión moral y de una exigencia estética; como muchos decían, "había que estar con los perdedores, y no con el vencedor". Pues aunque las consecuencias políticas reales fueran opuestas a sus buenas intenciones, aunque los resultados tangibles de su incesante celo no fuesen otros que el ascenso al poder de "la derecha de la derecha" (PP, como se decía en abreviatura), ellos al menos habrían salvado sus conciencias exhibiendo a la vez la belleza intrínseca de su postura política inconformista y rebelde.

Ahora, aferrados a los barandales de cubierta, mientras sus cabellos se agitaban en la turbulenta atmósfera, contemplaban la luz sesgada del atardecer. Reconfortados por el esplendor estético de sus propios actos, sentían ascender dentro de sí un pensamiento que colmaba sus ánimos: tras la reciente catarsis, aunque el rumbo fuese incierto, la nave iba más ligera.

Juan Olabarría Agra es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco.

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