El laberinto de Iván
La categoría de Iván de la Peña ya no se discute ni en los manicomios. Apenas ha hecho falta la mitad de una Liga para que los críticos coincidan en una misma apreciación: su juego de ataque reúne todas las esquinas del monumento, todas las fragancias de la hierba y todas las notas de la escala musical. Los juglares del barrio se han puesto de acuerdo para interpretar su estilo: la piel de sus botas suena como el cuero del bongó. Sus toques tienen la resonancia breve de un taponazo de botella, nunca dejan eco, y vuelan sobre el graderío con la suavidad de una burbuja de espumoso. ¿Cómo es posible agrupar tanto talento en tan poco cuerpo?Abrumados por tanta brillantez, los críticos más contumaces han abandonado sus madrigueras para rendirse. Incluso su inquisidor de cámara, Johan Cruyff, hubo de pedir un armisticio. Se apeó de su nube y su historial; se mordió el labio y salió de la concha para, celebrar aquel gol que el chico le marcó vía satélite al Zaragoza. Al fondo, los incrédulos se frotaban los ojos: por fin, el santo se había bajado de la peana. Aquella claudicación fue el último fogonazo. Quienes dicen que es un tratado de música ya sólo entran en conflicto con quienes dicen que es un manual de geometría.
Sin embargo, un moscardón de plomo está zumbándole en la oreja. Se diría que alguna oscura conciencia del éxito le persigue, y que en las últimas semanas se ha convertido en el divino impaciente. Se le ha metido en la cabeza la obsesión por matar de un solo disparo. Dicho con otras palabras, él sólo juega para marcar goles o dar pases de gol. Todo lo demás le parece bisutería.
Este empeño por resolver el partido en cada gesto revela más un espíritu perfeccionista que un impulso de soberbia. Bajo ese supuesto no sería difícil comprenderle; seguramente, estamos ante un muchacho reservado cuyo entrenamiento ha consistido en encerrarse en sí mismo. Antes de llegar al primer equipo, ha ganado muchos partidos mirando a la pared. Cada domingo, llega al gran cráter del Nou Camp, repasa la galería fotográfica de inmortales, viaja de Samitier a Romario en 15 segundos, se dice que hoy puede ser un gran día y sufre el llamado síndrome de Laudrup: primero trata de meter el balón entre los dos centrales, luego entre los dos tobillos del hombre libre y finalmente entre las dos cejas del portero.
Puede ser un acné juvenil: ha invertido casi toda su vida en soñar despierto y ahora se muere por conseguir el gol soñado.
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