Nunca digas nunca jamas
Empecé estas crónicas diciendo adiós al nefasto julio, y las remato hoy con cortes de mangas a discreción, ejercidos incluso con las trompas de Falopio -¿o era Ogino?-, dirigidos a todas las vanidades que han ardido a lo largo del último mes, escondiendo, con sus humos turbios, los verdaderos fuegos que nunca dejaron de arder. A estas alturas, ya me importa un rábano que Alessan dra Mussolini, siguiendo con la línea de coherencia del neofascismo jetal, esté en Marbélla o no, o que Lady Di venga a Sotogrande o no, a descansar de su apretada agenda de acontecimientos y futbolistas benéficos. Nunca nadie me ha bía importado menos, y espero que a ustedes les ocurra lo mismo. La portada de este periódico, que se hacía eco, el 1 de agosto, de la acusación del asesinato de Lasa y Zabala contra dos guardias civiles, no ha dejado de sangrar desde entonces. La de hoy, si no me equivoco o no pasa algo peor y más cercano mientras escribo esto, sale con Bosnia al rojo vivo.
Entre medias, el mundo ha seguido siendo lo que era, lo que es, un pinche lugar poblado, sin embargo, por un buen número de personas honradas que nunca llegan a primera página y siempre pagan las consecuencias. Esta sección fugaz, etérea -y eterna para quien la ha escrito, aunque estoy muy contenta de haberme podido comunicar con ustedes-, ha tratado de convertirse en un remanso de caca contado con cierta inteligencia: si lo he conseguido, les doy las gracias, pero debo confesar que estoy hasta las narices.
De modo que regreso a la realidad, como he venido amenazando últimamente. Cielos, otra vez las declaraciones de políticos, que aumentan en sentido proporcional a la disminución de su eficacia; otra vez las muertes incomprensibles, la inevitable necesidad de pasar, a lomos de la urgencia, por encima de la explicación. En las covachas de la vida social que alimenta a la prensa del corazón quedan los nombres sin sentido que, pese a todo, nunca como hoy en los últimos doce años se han encontrado más a gusto: saboreadas las uvas socialistas, se aprestan a escanciar el vino conservador que nos viene en sus mejores copas.
Anticipándose un par de días al septiembre, José Rodríguez de la Borbolla suelta babosidades contra el juez Garzón y la Audiencia Nacional -él, que el 20 de mayo de 1995 dijo a este periódico que "pertenezco a una familia respetada" debería saber que el respeto se pierde igual que se gana- y se hace acreedor a la iniciativa de que el mejor lugar donde puede estar un Rodríguez de la Borbolla es quietecito en una lápida, dando nombre a una avenida.
El mes se despide con otras imágenes poco alentadoras: la triste dignidad en el fracaso de Alia Izetbegovic, presidente de Bosnia-Herzegovina, pidiendo en París coherencia a los aliados contra la retorcida maldad del psiquiatra serbobosnio no se quejen los profesionales de la psiquiatría: ellos saben que, cuando salen malos, tienen las armas para ser los peores-, el desánimo del pequeño virreyzuelo Shevardnadze, en camiseta imperio y con los signos de la violencia que a él, antes, no le asustaba, en el rostro. La absurdidad de plantear la lucha promujer en uno de los países sometidos a un régimen político más infame para hombres y mujeres: la Conferencia de Pekín. La gauchada de Greenpeace en tierras polinesias contra el estallido nuclear: lo de Brando, comparado, fue una tontería. Gunilla von Bismark evadiendo impuestos -se ha ido a Alemania a residir dos meses después de pasar diez de vacaciones en Marbella sin pagar un duro- es sólo una muestra del inexorable desarrollo de la ley de Murphy en cualquiera de sus aspectos.
La mujer de Cormery, persiguiéndome por todos los teléfonos del mundo para salvaguardar su diminuto ego en la urna marbellí, es también una enanez. Pero lo otro, la reafidad, lo que nos queda: eso sí que no me hace la menor gracia.
Pero desde aquí os saludo: adiós, muchachos. O hasta luego.
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