El agobio de los lunes
Toda la semana me despierto agobiada, pero, más que ningún día, los lunes: vuelta a lo de siempre, y encima se me van acumulando las materias a estudiar. No basta con ensimismarse cada mañana ante el mapa de la ex Yugoslavia, tratando de entender por dónde van literalmente los tiros (les recuerdo que esta noche a las ocho, como todos los lunes, se celebra concentración pro paz,en Bosnia ante Exteriores en Madrid, y en prácticamente todos los municipios catalanes; información: 93 / 319 60 63). Además tengo que empapuzarme de política de trasvases y derecho deportivo. Todo ello no hará de mi mejor periodista, pero quizás me ayude a conservar mi empleo. Porque ya se sabe que los jefes son como las madres: nunca están lo bastante descontentos de una. Yo siempre quise ser como Ida Lupino -que acaba de morir- en Mientras la ciudad duerme, de Fritz Lang, entrando en la redacción con un abrigo de pieles sobre los hombros y un gesto de inigualable desdén propiciado por el hecho de ser objeto de los favores de un pez gordo. Sin embargo, debo aceptar la realidad tal como es: nunca nadie me compró martas cibelinas, y menos lo van a hacer cuando he llegado a la edad en que una mujer ya no puede comerciar con su cuerpo, salvo que te vendas los órganos en el mercado negro.Quizás. ha llegado el momento de hacerse del Club de la Castidad, que ataca de nuevo, esta vez amparándose en el feminismo para pedir que Cristina Alberdi proponga en la Unión Europea la ilegalización de la prostitución en este continente. Si tanto les molesta el folleteo, sería mejor que se dedicaran a perseguir a los serbios violadores, pero que dejen que la gente se gane la Vida como pueda. A esta gente les das así, y acaban grapándole con titanio la sonrisa vertical a la Maja de Goya.
Para olvidar que hoy es lunes -tal como viene la mano, es mucho más difícil olvidar el futuro que el pasado- me lancé el fin de semana a disfrutar de las celebraciones lúdicas de un Madrid disfrutón que, en ciertas zonas, es puro patio de vecindad. Fui al Conde Duque a admirar a Julio Bocca, y de una cosa me persuadí: ni siquiera en días de guardar puedes salir de casa sin el lanzallamas. Estaba yo sentadita, esperando muy modosa a que empezara el espectáculo, cuando apareció en el recinto -flanqueada por un galán que parecía de los que sí regalan martas cibelinas; y, además, dejaron un Rolls-Royce blanco a la puerta- nada menos que The Cantudo, posiblemente la última mujer que se hace forrar los zapatos con la misma tela que, el vestido, y una de las que -lo sé de buena fuente- llevan su amor al estampado floreal hasta el punto de tener margaritas pintadas en el bidé.
Pero la noche no había hecho más que empezar. Un desfleque de famosos entrañables que incluía a Paco Valladares, María, Asquerino, Charo Soriano, le dio al patio del Conde Duque cierto toque a lo boîte Boccacio del Madrid de los primeros ochenta, otorgando al, marujeno -en el que, por supuesto, me integro- esa cosa cosmopolita y bohemia que tan bien se compadece con las veladas musicales. La guinda del polvorón corrió a cargo de Luis Yáñez, en mangas de camisa. Qué suerte, me dije. Si aIguna espectadora se pone de parto, tenemos entre el público a un ginecólogo.
La flor de la velada se la llevaron, sin embargo, los Mohedano-Chelalá, que no sólo llegaron juntos -lo que propició que corriera el rumor de que han reanudado su glamuroso idilio-, sino que, durante un buen rato, compartieron la misma silla. Hay más datos que avalan la teoría de su reconciliación: él llevaba los tejanos planchados con rayá -¿quizás unas manos de mujer entraron de nuevo en su vida?- y ella lucía el acreditado calzado conyugal de color rojo sangre reforzado por tacones de aguja como los que utilizó- en su día doña Manan, señora de Amedo, para hacerse un rosario con los dientes de marfil de su esposo la noche que llegó algo perjudicao d,e una de sus juergas.
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