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De bueyes y golondrinas

Qué difícil es sobrevivir en el pelotón siendo bajito y escalador

"Más caga un buey que 100 golondrinas", dice el dicho y repite un miembro de un equipo para ha blar de la diferencia entre el Banesto y el ONCE. También podría valer la escatología para hablar del pelotón. Un colectivo que se mostró nuevo y unido después de la etapa homenaje a Casartelli pero que se rige por unas normas no escritas para engrasar los diferentes in tereses y tipologías. O sea, para que no acaben a mamporrazo limpio las disputas particulares. La ley convenida es más necesaria que nunca en estos tiempos en los que al gunos se quejan de la falta de un patrón-dictador en el colectivo. Hecha la ley, hecha la trampa. Por el pelotón pululan una serie de tramposos aprovechados a los que todo el mundo tiene fichado. Casi nunca se salen con la suya.

Están los grajos. La mayoría son ex soviéticos. Son los que sin venir a cuento quieren que rija la ley de la jungla. La insidia por la insidia. Se meten con los pequeños en las etapas llanas. Con los grandes no pueden porque salen rebotados. Su arma, el manillar. Para ahorrarse trabajo a la hora de hacerse un hueco en el pelotón, a la menor rendija que ven, cuelan la manilla del freno y hacen perder su sitio al que lo tenía cogido. El único antídoto es estar más atento que ellos y verlos llegar. Si alguna vez se llega a las manos, siempre aparece gente pacífica para separarlos. En la meta, otra vez compañeros. "Son cosas de carrera", siempre dicen.

También se da la especie de los atacantes de la meada. Una ley de la carrera dicen que está prohibido atacar cuando la mayoría para para hacer sus necesidades, en la cuneta, en los avituallamientos y cuando alguien importante pincha. Es oír el reventón o ver las cunetas pobladas y ponerse a acelerar. El pelotón como masa se encarga de hacerles fracasar. Nunca obtienen su recompensa porque se ponen a todos en su contra. Muchas veces ellos no tienen la culpa. Sólo cumplen órdenes. Es la única forma que tienen los equipos pequeños para dejarse ver.

La estrategia de algunos directores pasa a veces por hacerse su propio avituallamiento. Desde los coches se reparten bolsas antes del tramo marcado por la organización y cuando los demás reciben su comida ellos ya están bien alimentados. Así que atacan durante el parón del refrigerio general. Para evitar sorpresas desagradables, los del Banesto, por ejemplo, tienen la orden de pasar siempre los primeros por el avituallamiento.

Los conductores del autobús son otra especie pejiguera. Los escaladores se quejan de que tienen un placer malsano en hacerles sufrir. Los del autobús son los reyes de las etapas llanas, los que se las hacen pasar canutas a los de menor cilindrada. Pero llega la montaña y los escaladores no se pueden vengar a gusto. Cuando uno de éstos tiene un mal día no le queda más remedio que refugiarse en el grupetto para llegar a meta con el menor desgaste. Allí, los rodadores les recuerdan a su madre. "Por vuestra culpa estamos que no podemos más y todavía os metéis aquí para hacernos ir más deprisa", les dicen los culos gordos a los escaladores. "Piano, piano", les gritan cada dos por tres en los menores repechos, pero a la que la carretera se pone cuesta abajo son los primeros en dejarlos tirados.

Cada país tiene sus características. Los españoles y los italianos son los más respetados por su profesionalidad. Van a lo que tienen que hacer y no se meten con nadie. Belgas y holandeses son culos gordos; los rusos son grajos; los colombianos, chuparruedas y temidos en el llano: tienen tanto miedo a quedarse cortados que van siempre pegados a la rueda de los pesos pesados, provocando a veces caídas. Los franceses son especiales. Creen que el Tour es suyo porque corren en su país, pero en realidad no pintan mucho, y les cuesta reconocerlo.

Antes, sobre todo en Italia, los Moser, Saronni, Argentin y compañía eran los dictadores del pelotón. Según su voluntad y disposición se corría rápido o despacio, se permitían escapadas o se escamoteaban los puertos. Con Induráin y los que han llegado con él al ciclismo, la cosa ha cambiado. Todo el mundo tiene derecho a hacer valer su voluntad. Es la democracia del pelotón, aunque, como en todas las democracias, sigan vigentes las relaciones de poder.

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