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El año tolerante

Las Naciones Unidas han declarado a 1995 Año Internacional de la Tolerancia; la decisión está justificada por el generalizado temor a que los fanatismos religiosos, étnicos, ideológicos y políticos continúen suministrando comustible emocional a las guerras civiles, las persecuciones le las minorías y las violaciones de los derechos humanos. la historia de España -desde la Inquisición hasta el franquismo, pasando por la expulsión de judíos y moriscos- contiene un amplio muestrario de esa proclividad de las creencias a imponer su coercitivo monopolio mediante las armas o los tribunales; demasiadas veces las palabras, utilizadas al principio como simple munición pirotécnica para las batallas dialécticas, terminan preparando el terreno para el intercambio de fuego real entre los polemistas.Sin embargo, el arranque de la campaña electoral del 28-M ofrece motivos para temer que esos llamamientos a la tolerancia tengan un escaso eco en nuestra recalentada vida pública. Ciertamente sería un gesto de alarmismo gratuito rasgarse las vestiduras ante los excesos verbales de los mitineros especializados -como Alfonso Guerra, Álvarez Cascos o Antonio Romero- en chafarrinones, exabruptos y chocarrerías. Pero resulta preocupante que José María Aznar ponga en duda la lealtad nacional de los gobernantes socialistas o que Felipe González -habitualmente respetuoso en sus comparecencias públicas con los usos -democráticos- prescinda de los argumentos y razonamientos dirigidos a convencer al auditorio para sustituirlos por el simplismo reduccionista y los estereotipos descalificadores de la peor oratoria energuménica.

Si bien el término jabalí tiene prosapia parlamentaria y sirvió durante la República para designar a los diputados radicales más hirientes y deslenguados, su injuriosa aplicación por el presidente del Gobierno a los críticos del PSOE, tratados como parientes feroces del cerdo doméstico, trae al recuerdo una de las más ominosas perversiones del lenguaje político: la identificación del adversario con una especie animal para mejor transformarlo en enemigo. Los dirigentes socialistas, que participaron activamente en la construcción del sistema democrático tras la muerte de Franco, deberían pensárselo dos veces antes de seguir cultivando los paralelismos zoológicos; la deshumanización verbal del opositor suele crear las condiciones para su persecución física: los nacionalistas vascos radicales denominan txakurras (perro en euskera) a los guardias civiles, los comunistas soviéticos llamaban hienas a los disidentes y los nazis equiparaban a los judíos con las ratas.

Los brotes de intolerancia en nuestra vida pública no han crecido sólo en los terrenos de la política partidista: un agresivo sector de los medios de comunicación está atizando desde hace años las hogueras del odio y apilando la leña verde del rencor para quemar vivos a fuerza de insultos a quienes discrepan de sus dogmáticas opiniones y mantienen posturas diferentes. La polarización amenaza con deteriorar los hábitos de respeto mutuo sobre los que descansa el edificio democrático; la grotesca equiparación de Felipe González con Franco hecha por Álvarez Cascos o la exhumación de la guerra civil por los socialistas son un irresponsable atentado contra el consenso constitucional. La importancia que la divisoria entre izquierda y derecha tiene para los electores se halla fuera de duda, así como la adscripción del PSOE y el PP a esas dos opuestas familias políticas. Pero la democracia representativa es una idea nueva en España: las fuerzas de la derecha y de la izquierda interiorizaron realmente los valores de ese sistema de gobierno, basado sobre la tolerancia y la alternancia pacífica en el poder, sólo después de que la transición de la dictadura a la monarquía parlamentaria sentase sus fundamentos. Esa es la razón de que la defensa de esa conquista institucional y cultural, formalizada en la Constitución de 1978, debiera convertirse en un objetivo prioritario para todos.

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