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El brujo cesante

El Brujo ha dicho que en junio se irá por la chimenea. Convencido de que entre compañeros de cofradía una crítica pública equivale a una traición, ha repasado las declaraciones de Claudio, Fran, José Ramón y demás compaña, y se ha dicho que entre fantasmas no vamos a pisar nos la sábana, qué carallo. No es difícil comprender su contrariedad. A sus años ha respirado demasiadas veces por las heridas, conoce todos los quebrantos posibles en la vida de un entrenador, y tiene una noción mucho más precisa de las penas que de las glorias. Por si la suerte es fugaz, nunca confía en ella demasiado; por si la posguerra es dura, memoriza mejor los fracasos que los éxitos; por si la ciática e cruza con el reúma prefiere ahorrarse a un tiempo el champaña y el dolor de cabeza. Renuncia a disfrutar de los encantos del jugador, aunque sea al duro precio de renegar de la fama. Dicho con otras palabras, abjurará de su breve magia de aldeano, y se jubilará a la edad reglamentaria.

Para no hurtarle el respeto debido, hemos de reconocer que el destino ha sido un poco burlón con él. Le ha ofrecido los honores del aspirante en el último cuarto de hora. A la conciliadora edad de los patriarcas, se ha visto obligado a retar al campeón, es decir, a provocarle, lo cual implica la violencia de sacarle a la calle y salirse de sus casillas. ¿No quedamos en que las imprudencias se pagan? ¿No es cierto que la media inglesa victoria-empate basta para salvarse? ¿En qué país vivimos, carallo?

A Arsenio Iglesias, la vida le hizo un entrenador ahorrativo. Educado en la cultura del contraataque, él también quiso convertir en arte el oficio de guardar la ropa. Esa obsesión de cerrajero, siempre tan sensato y tan bien pertrechado, sólo tenía un problema: estaba hecha a la medida de los subcampeones. O, dicho de otro modo, carecía a la vez de arrogancia y de grandeza.

Vistas las leyendas y los mitos de los últimos años, sin duda habría hecho fortuna en el Calcio. Allí, su pasión por el orden habría sido tolerada por la cátedra: nadie objetaría su impulso de atrincherarse ni su tozuda inclinación a jugar con un solo delantero. Aquí, sin embargo, sus muchachos se miran en el Madrid y en el Barcelona, y echan de menos la euforia guerrera de sus adversarios. Reprochan al Brujo sus remedios de curandero. Al fin, su caso puede reducirse a una fatalidad: cuando quiso darse cuenta, había hecho en la mejor Liga del mundo, la nueva Liga española, un viejo equipo italiano.

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