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Las contradicciones íntimas

Se afirma de un hombre, como si fuera un. gran valor, que es un ser coherente, dotado de grave y sesudo equilibrio interior equivalente a ético, responsable, una persona digna de gran respeto para quienes le conocen. Sin embargo, la realidad humana no es tan sencilla ni unitaria, porque las divisiones íntimas, los desgarramientos más sutiles y las contradicciones que sufrimos constituyen el drama de nuestra vida. No podemos evitar esta lucha que libramos día a día entre el Yo y el Otro que somos. Así ofrecemos una aparente identidad ante los demás, un rostro, un nombre, una profesión, que ocultan la dualidad permanente: no ser, efectivamente, lo que somos.Kierkegaard, angustiado por sus contradicciones, en su obra Enten-Eller plantea la necesidad de optar entre lo Uno y lo Otro, que constituye la esencia de esta dialéctica subjetiva. El drama aparece cuando, obligados a una elección, no somos capaces de decidimos, y nos vemos sumidos a vivir con el uno y el otro de sí mismo, que se convierten en polos antagónicos de nuestro ser. Esta antítesis puede superarse gozosa y vitalmente o, por el contrario, hundirse en ella, como Nicolai Hartmann reprochaba a Kierkegaard, que califica "el más desdichado y refinado de todos los atormentadores de sí mismos que conoce la historia". El hombre que así vive se separa de los demás, se ensimisma, convirtiéndose en un solitario y cae en el culpable espejismo de sí propio, pudiendo llegar a despreciarse y hasta sentir repugnancia por su persona. Colmado de angustia, es incapaz de mirar serenamente su vida y el mundo tal como es.

No hay que ignorar los serios peligros que arrostran las contradicciones, cuando no se logra una síntesis de las oposiciones íntimas. Ahora bien, esta lucha de contrarios contribuye a desarrollar el Yo germinal en estado de borroso proyecto, llevándolo a vivir amplias y ricas experiencias. Por ejemplo, al amar se goza padeciendo y se sufre gozando. ¿Cómo resolver esta problemática existencia? Viviéndola sin temor ni vacilación, pues el que no soporta sus conflictos íntimos se retrae y acoge en su protectora oscuridad interior, se hace tímido, pacato. Y, aunque a veces parezca audaz, emprendedor, enérgico, siempre vuelve, para mayor seguridad, al centro firme de su Yo cobarde y solitario.

La Pasión vive de elecciones y por ello tiene que pensar mucho todos sus actos. "Yo he comenzado por la reflexión, yo soy reflexivo desde el principio al fin", afirma el apasionado Kierkegaard. Pero la contradicción íntima persiste cuando se ama a una mujer quieta, dulce, que proporciona orden, armonía en nuestra vida, y, sin embargo, se desea a una mujer inquieta, apasionada, violenta y hasta colérica, porque nunca nos conformamos con un solo lado de la realidad. Así dice el poeta-filósofo José Bergamín: Dios al envés / Díos al revés", porque a nuestra visión se oculta su presencia. Lo mismo acontece cuando el deseo de otro se vive sólo al imaginar cómo puede ser. La solución a este problema nos lo da la novela Fru Marie Grubbe, de Jens-Peter Jacobsen, que narra la intensa y variada vida amorosa de una mujer intelectual, quien busca en cada nuevo amante lo que no encontró en el anterior. Renovar sus amores era vital para conocerse, identificarse, superando sueños y deseos contrapuestos, pues vivía descontenta de sí misma y de sus amantes. Al final de su vida convive con un sencillo pescador, y le confiesa a un amigo que es plenamente feliz. ¿Encontró en aquel hombre el Todo del Amor? No, se siente completa porque ha realizado su destino al recorrer, a través de sus múltiples amores, un difícil camino que le hizo posible resolver sus contradicciones íntimas al amar y comprender hombres diferentes y hasta opuestos. Claro está que debió tomar decisiones desgarradoras al decir adiós a los que amaba, siguiendo, sin saberlo, el camino que aconsejaba Rilke: no atarse a nadie para no quedar inmóvil junto a otro ser para siempre.

Cuando no se tiene la difícil y dura audacia de desprenderse de lo que aún amamos, quedamos prisioneros de la dialéctica amor-odio que vincula a los amantes, como describe Strindberg en su drama Los acreedores y, entre nosotros, Eusebio García Luengo, en su obra Las supervivientes, donde las mujeres son las únicas capaces de soportar los desgarradores conflictos del amor, por su fortaleza innata. Del lazo indisoluble que crea quedarse uno frente al otro para siempre, nace él afán de apropiarse ese ser ajeno y extraño, aunque se conviva con él día a día, y el odio que despierta es un sentimiento liberador de esa continua presencia que oprime. Sin embargo, también el amor único que vincula a dos soledades puede hacer disfrutar de las diferencias y antagonismos, del odio quemante de no ser yo el mismo que el otro. Esta disputa permanente y ocultada por una ternura mutua ofrece ricas compensaciones, aprendiendo del ser que amamos a completar nuestra personalidad, desprovista de las cualidades que ostenta el amante con el que discrepamos para enriquecemos.

Cuesta mucho aceptar tal cual es la persona amada, sin querer cambiarla; también constituye un tremendo esfuerzo y enorme riesgo entregarse a ella totalmente, porque podemos enajenamos, decía Hegel, hacernos extraños a lo que somos en realidad, pero nos afirmamos, adquiriendo una nueva potencialidad, por esta negación o dialéctica subjetiva, por este movimiento incesante de intercambiar dones: yo te doy lo mejor de mí mismo, y tú me das lo que más necesito, crea la posibilidad del amor único.

En las relaciones de un ser con otro, nada está para siempre acabado ni concluido felizmente. De una forma general existir es devenir, la existencia es perpetuamente dialéctica con el peligro siempre actual de destruir la personalidad de uno y otro en lucha por llegar a una armonía. No se trata, pues, de conciliar artificial mente las diatribas de los aman tes, sus disputas violentas, sino de vivir sus oposiciones abierta y francamente, sin ocultarse las contradicciones que los desgarran, para llegar a superarlas en un abrazo identificador. Así puede unimos todo lo que escinde y separa, sin renunciar a lo que somos, a la contradicción básica de la personalidad. Lo queramos o no, la soledad es ser para no ser, un desdoblarse continuo, un afirmarse negándose, para lograr finalmente la unidad de nuestros contrarios. No nos limitamos a vivir sufriendo nuestras antítesis íntimas, pues aun la existencia más sustanciosa y feliz de profundas experiencias amorosas no siempre lleva a esa síntesis del Yo, como Eugenie Grandet que conquista el Castillo de la Felicidad resistiendo los asaltos del dolor.

Por enriquecedor que sea vivir pasiones y sentimientos en una paz conquistada, esta unidad se rompe en el decurso de la dialéctica existencial. La solución a nuestras contradicciones íntimas que renacen hasta de la felicidad es lograr "la unidad de los contrarios" (Hegel), mediante una dialéctica objetiva de la subjetividad, es decir, vivir la historia real de los hombres para llegar a la fuente de la contrariedad misma, de las antítesis sublimadas. Esta dialéctica materialista eleva la Pasión a su cumbre más alta, a su llama unitaria, para descender luego a la verdad en movimientos de los contrarios que reaparecen cuando menos lo esperamos. La historia de la vida individual se hace por saltos bruscos o desarrollo paulatino, de un estado caótico a la unitiva armonia racional, porque la coherencia del hombre es resultado de la incoherencia de su experiencia vital, de sus movimientos contradictorios.

Carlos Gurméndez es ensayista, autor e Tratado de las pasiones.

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