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Reportaje:

Resurrección

Es probable que el alcalde Álvarez del Manzano pase a la historia como gran mecenas y protector de la arqueología madrileña. Cada vez que las máquinas del Gran Excavador empiezan a agujerear el asfalto en cualquier rincón de esta urbe gruyère, los arqueólogos corren a ponerse el casco para presentarse a pie de obra y supervisar sus tareas de demolición. Con tanto remover los asientos de la ciudad, lo mismo aparecen restos de la muralla árabe que fragmentos de antiguas e históricas edificaciones. Si no fuera por los arqueólogos, los excavadores de túneles y aparcamientos solventarían sus problemas al viejo estilo, volviendo a emparedar con el mayor sigilo tan incómodos hallazgos.En la plaza de Sánchez Bustillo, los obreros y los arqueólogos se pasan el día desenterrando esqueletos, como era de esperar, porque esta plaza sepulcral fue durante mucho tiempo eje central de un gran complejo hospitalario, mortuorio. y académico: hospital y Facultad de San Carlos, reconvertido parcialmente en museo y centro de arte contemporáneo bajo la advocación de la reina Sofía. Sánchez Bustillo fue, cuenta Répide, un político del siglo XIX especializado en la cuestión financiera, quizás inventor de nuevos impuestos o pergeñador de hábiles artimañas fiduciarias que le hicieron acreedor del homenaje de sus colegas y del olvido de sus admiradores. No hacía falta estudiar arqueología para saber que bajo la superficie de esta plaza, que durante años ha servido como estación terminal de autobuses urbanos, se ocultaba un gigantesco osario, anónimo y concurrido depósito de cadáveres que afloran por todas partes al roce de las palas y de los picos.

Ajenos a cualquier metáfora de tinte necrófilo, los regidores municipales y estatales de la cosa cultural decidieron hace unos años sustituir a las parcas por las musas y rehabilitar los pabellones del siniestro hospital, ciclópea y severa fábrica del arquitecto Sabatini, para convertirlos en museo ejemplar y representativo del arte contemporáneo. El Conservatorio de Música y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía tratan de resucitar a la malhadada plaza y ofrecen una magnífica coartada a los impenitentes zapadores que están a la que salta, a la búsqueda de cualquier resquicio que les permita especular con el subsuelo madrileño.

Los polémicos ascensores adosados al edificio del Sofidú cumplen, al margen de su discutible estética y de su evidente funcionalidad, con una finalidad cultural complementaria. Desde sus transparentes cabinas han ensayado y ensayan sus primeros travellings urbanos muchos cineastas en ciernes. A las puertas del flamante museo se dan cita turistas despistados y estudiantes de Bellas Artes, se instalan mesas petitorias de firmas y solidaridades, se conciertan citas amorosas y culturales y hay quien instala silla y caballete para plasmar con sus pinceles las nuevas y contradictorias perspectivas de este singular enclave. Al fondo, oscura y majestuosa, se perfila la curva impecable del hangar central de la estación de Atocha.

En el rectángulo de la plaza, los hombres y las máquinas prosiguen su titánica tarea, y el emblemático y arcaico botijo pasa de mano en mano como un desafío arqueológico a las veleidades modernas. Museo y conservatorio donde fueron hospital y depósito de cadáveres, la inmortalidad recupera heterodoxas creaciones de vanguardia, quizá nacidas para ser efímeras y provocadoras, y aplicados alumnos reviven en las aulas el espíritu de antiguas partituras de genios difuntos.

Al margen de tan etéreas divagaciones, un ciudadano paquistaní aborda a los transeúntes con la más obsequiosa de sus sonrisas preguntando por las oficinas del cercano Colegio de Médicos y un vagabundo de hirsuta barba inspecciona el entorno con ojo profesional buscando un lugar a la sombra para descabezar una reparadora siesta. Aislado entre fosas y zanjas, el quiosco de prensa, cerrado por obras y por vacaciones, exhibe tras los cristales una selecta y minoritaria miscelánea de libros y revistas artísticas y filosóficas. Contagiado hasta la médula por los cultísimos virus presentes en la atmósfera, ofrece el quiosco publicaciones que versan sobre La abstracción del arte y la arquitectura europea de entreguerras, monografías sobre Hölderlin y otras exquisiteces para gourmets y eruditos.

Don Ángel Fernández de los Ríos, que en su Guía de Madrid, "manual del madrileño y del forastero", editada en 1876, arremetió contra la ubicación y función del hospital de Atocha, se alegraría al contemplar la rehabilitación de la plaza. Temía el ilustre prohombre liberal que los miasmas concentrados en el enorme hospital se esparcieran sobre la ciudad cuando soplara el viento del este y transmitieran mil enfermedades a los pacíficos paseantes del Prado y al resto de los pobladores de la urbe. Si tal mecanismo de transmisión funcionara en la actualidad, serían los saludables miasmas de las bellas artes los que diseminaran su benéfica influencia sobre el conjunto urbano.

Punto de partida o punto final de la vía cultural y museística más importante de Madrid que engloba el Prado y la colección Thyssen, la plaza del ilustre Sánchez Bustillo necesitaba desde luego una reforma a fondo, al menos en superficie, a lo mejor sin necesidad de perturbar el eterno reposo de los inquilinos de sus profundidades. Aunque quizás esta legión de presuntos fantasmas colabore, a su pesar, a dotar de una aureola espectral al contorno.

Tras la populosa y ajetreada glorieta de Atocha, menos conocida por su denominación oficial de glorieta del Emperador Carlos V, esta plaza sombría y teñida por los humos de los autobuses urbanos se asoma reticente a su futuro de emporio peatonal de las artes y las músicas. La nueva advocación del lugar comienza a marcar los comercios de la zona, una tienda de instrumentos musicales abre sus puertas a los estudiantes del conservatorio y hasta en los bares cercanos, especializados en atender las urgentes apetencias de los usuarios del ferrocarril, se aprecian innovaciones destinadas a satisfacer los paladares más refinados de los cultos transeúntes, que, tras colmar sus aspiraciones artísticas, han de saciar también sus terrenales apetitos en la barra, rodeados de gráficos y carnales bodegones hiperrealistas que retratan gambas a la plancha, coloristas pizzas o finas baguettes rellenas de relucientes lonchas de jamón serrano.

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