La negra durmiente y el loro
Desde que me mudé a vivir a esta casa sucede algo todos los veranos, bajo mis ventanas, que me produce una ansiedad del tipo de las que necesitan diván.Llegado mayo, un jardinero retira el plástico tirante que recubre una bañera grande, al pie de una ducha y al fondo de un patio cubierto de una hierba replantada todos los años, y acto seguido unas 15 mujeres de diversa edad y aspecto adoptan la costumbre de bajar siempre que pueden a tomar el sol. Como es un patio cercado de edificios, las horas de sol no son muchas, y además mediado agosto tienden a escaparse, de modo que las mujeres se agrupan a su vez en la esquina oeste, buscando los últimos rayos, igual que hacen las plantas o el ganado en el aprisco cuando merodea una fiera. También hay hombres. Este año, tres: un corredor de Bolsa de inconfundible aspecto que ya no le habla a la guapísima chica con la que vive, y a la que el año pasado no dejó respirar, un intelectual de grandes bigotes entrecanos y barriguita a quien no sé por qué llamo intelectual, y un chico que se agita por el patio como lo que es: un cachorro enjaulado.
Acerquémonos un poco más: la primera en llegar al patio con bañera -nombre mucho más apropiado que la cursilada de alto standing que sirve de gancho en los anuncios inmobiliarios para los primos como yo-, la primera en llegar, digo, es una mujer de unos 30 años, ni guapa ni fea, no alta, bien hecha, de pelo castaño, que baja tan pronto como los edificios permiten a un rayo llegar hasta la hierba recién nacida con gran esfuerzo. Va vestida con un biquini rojo y amarillo, y éste es también el color de la toalla que tiende con cuidado en la esquina por donde se marcha el sol -no oculta pues sus intenciones-, y donde se acuesta a tomarlo como si fuese una sueca con sólo una semana por delante en Benidorm. Quiere decir que se acuesta a tomarlo, cierra los ojos... y ya no se levanta. Esto es una metáfora naturalmente, pues de cuando en cuando se levanta para aliviarse el calor africano de Madrid con una breve ducha (jamás un chapuzón en la bañera, eso no), esparcirse otro poco de aceite bronceador con suaves gestos de masajista y, eventualmente, tenderse al revés. Así, siempre.
La segunda en presentarse, muy poco después, es la fuerza inversa de la naturaleza. Unos 15 años más, algo de barriga, aunque discreta, un punto de celulitis y un. amplio juego de perifollos veraniegos en torno a un apreciable número de trajes de baño de cuerpo entero: esto es, todo ese rico surtido de gafas de sol, pañuelos indios, sombreros tropicales, sandalias doradas, pulseras de oro, collares de tobillo, kimonos y alegres albornoces con los que algunas señoras se visten para practicar los deportes náuticos. Esta señora fuma sin pausa. Y habla.
Cuando digo que esta señora habla no es exacto, pero no he sido capaz de encontrar un verbo que tan siquiera se aproxime a lo que hace. Manifiesta, cuenta, narra, explica, no sirven. Profiere, enumera, pormenoriza, se extiende, elucida, especifica, corrobora, puntualiza, parafrasea o recita dan ideas muy limitadas. Declama, salmodia, insiste, entona, endilga, enjareta, endosa, parlotea, cotorrea, chacharea, rezonga y barbota son claramente sólo parte de lo que hace. Habla. Esta mujer habla desde hace no sé cuantos veranos, mañana y tarde hasta el último rayo de sol y más allá, pues el impulso le impide detenerse a tiempo y sólo lo hace cuando no queda ya nadie en la piscina: entonces se detiene como sorprendida, mira entorno y parece resignarse al silencio, aunque vete a saber porque tiene un marido que a veces se trae para que le cargue el tabaco. Quizá lo recuerde y vaya en su busca cuando se dirige agotada hacia la puerta que comunica la jaula con los ascensores.
Nadie ha sido capaz de resistir a su poder de seducción, su pegachenta saliva. Al principio aprendí a esperar los veranos para ver, junto con la apertura de las terrazas, la llegada de las sandías y la reducción del cosmos al cotilleo del fútbol y las galas veraniegas, el espectáculo de esta mujer hablando y tragándose a todo aquel que no resista el calor y baje a darse una ducha al patio (pues son muy pocos los que usan la bañera). Todo valiente que se atreve y baja queda inmediatamente a merced de la inacabable lengua de esta iguana con aspecto de loro, incluidos el intelectual con barriga y el corredor de Bolsa, que han llegado en su derrota a merendar con la señora. Yo los he visto.
Salvo la durmiente. A estas alturas es ya una durmiente negra, y sigue sin hacer absolutamente nada que no sea tomar el sol, ducharse o aceitarse. En realidad no es cierto que esté durmiendo todo el tiempo, y si lo digo es porque no hace nunca nada más. Nunca. A veces, algo parecido a una sonrisa cruza su mirada lanar. Eso es todo. Nunca la he visto coger un libro, un periódico, un tebeo o una de esas revistas de pornografía rosa que informan de los grandes amoríos en los asientos traseros. Nunca nadie ni nada ha conseguido de ella ni un tanto así. Duerme. Se ducha. Toma el sol. Fin.
Cuando este año me fui de vacaciones no me acordé de ellas ni de su pulso de años (ni tampoco de ustedes, lectores, y eso que los conozco ahora por su nombre), y cuando regresé la durmiente negra ya se había marchado, como todos los años. El loro no. La crisis, quizá. Ahí sigue, instalada en el terroso patio de hierba extinta, centro de una tertulia inacabable a la que se tiene que unir irremediablemente todo aquel que baja al charco, y donde ya no sólo se merienda sino que hasta se come y se toma café. Sé que ahora la durmiente duerme en alguna playa, pero... ¿cedió? ¿Habló antes de irse? ¿Contestó alguna pregunta?
(continuará en mayo).
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