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Justicia

La Justicia. Una matrona más o menos abundosa con los ojos vendados, ligera de ropa pero muy poco incitante, con una balanza en una mano, cuyos platillos se mantienen en admirable y riguroso equilibrio.¿Por qué esta representación femenina, tradicional, de la idea de justicia, precisamente cuando los jueces eran todos hombres, y con frecuencia barbudos? Lo ignoro, pero lo que eso significa es que la justicia no hace acepción de personas. Que, para ella, todos son iguales. Esta afirmación pareció, sin embargo, desde muy temprano, expresión de un ingenuo candor o de una refinada hipocresía, según se mire. La justicia no era, en realidad, tan aséptica. Era justicia burguesa, A ella había que oponer la justicia proletaria, igualmente de clase, pero de la clase buena, de la que tenia en sus manos el futuro de la historia. La justicia, por tanto, instrumento de la historia, o, lo que es lo mismo, de los detentadores del poder.

Pero resulta que en España hay una Constitución, y ésta define la justicia y regula sus funciones. Es un poder del Estado, pero no tiene función de gobierno, ni de ordenación de la sociedad, ni siquiera de imprescindible resolución de controversias. Hay personas, numerosas, que ante su derecho vulnerado no acuden al juez, sino que utilizan medios privados, o se fían de un arbitraje, o se aguantan. Por ello la justicia no es un medio al que se le pueda confiar el remedio del desorden o de los problemas sociales.

Pero en esa función de restablecimiento de derechos e imposición de castigos, la Constitución ha querido que la justicia sea ciega, con los ojos vendados, sin más norte y guía que la ley. La Constitución ha hecho de la Justicia un poder independiente, y, para casos concretos, la ha dotado de un inmenso poder, poder sobre la libertad y el patrimonio de los ciudadanos, y tiene vetada expresamente la acepción de personas, como todo poder del Estado, por lo demás. No se puede discriminar entre justiciables, como dice el artículo 14 de la Constitución, que también obliga, claro, a jueces y fiscales.

Porque la justicia no es la matrona de la imagen. La justicia son los jueces, más aún, es todo el aparato judicial, fiscales, abogados, funcionarios judiciales. Sería tremenda necedad pensar que cada uno de estos sujetos carece de ideología, condicionamientos personales, y prejuicios. Los jueces incluso se agrupan según afinidades políticas, a la vista de todo el mundo. Eso puede ser incluso un ejercicio de realismo que se ha llevado demasiado lejos en el Consejo General del Poder Judicial. Pero la justicia de clase o similar está excluida de nuestra Constitución. Y sin embargo, los jueces producen temor no sólo por la severidad de la ley, sino por la imprevisibilidad del componente aleatorio de su comportamiento. Especialmente cuando hay notoriedad pública.

El poder judicial tiene que ser el paradigma de la no discriminación: ni la notoriedad pública, ni las invectivas de los medios, ni los prejuicios sociales, ni los intereses partidistas, ni los juicios por la prensa, ni la ley de Lynch, ni los comités de salvación pública organizados desde el mismo poder legislativo-, deben dictar su actuación ni condicionar sus decisiones. Esto es, desde luego, una utopía. Pero es una utopía constitucional. De los jueces, y de los aparatos judiciales, se espera, entre otras cosas, que no se dejen instrumentalizar, que no sean cruzados, sino jueces. Justicia pública pero discreta. Porque es, de verdad, el último refugio, no de las esencias de la patria ni de la indignación pública, no del resentimiento y el espíritu de revancha o de persecución, sino de los individuos, en su última desnudez de sujetos de derechos. Por eso cuando alguien ha de comparecer ante la justicia, suele decirse que confía en ella. Es, entre otras cosas, la expresión de un deseo. Y para sus adentros queda la secreta invocación: que Dios reparta suerte.

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