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Sagarra

El dramaturgo, el poeta, el gran prosista, cumple 100 años: el aniversario amenaza convertirse en un fenómeno estrictamente local. Sería lamentable. Sagarra fue un puente vertebral entre las culturas castellana y catalana durante la generación de la República -amigo de Aleixandre, de Lorca, de Ortega-, pero también después del socavón de la guerra. Fue además un autor popular en Madrid, donde estrenó muchas obras -La herida luminosa, La cruz de alba-, oficiante querido de tertulias -La Cacharrería-, un hombre al que Guillén llamaba "nuestro Lope catalán" -dedicatoria de la primera edición de Cántico, año 1947: me la lee su hijo Joan-, que enviaba sus versos a Unamuno o sobre cuyo teatro escribió Machado alguna crítica.Tras la guerra lo nombraron consejero de la Sociedad de Autores de España, y semejante trámite administrativo fue considerado en Cataluña una traición. Eso y que un ministro de Educación, Jesús Rubio, deslumbrado por sus memorias -hay una vieja traducción castellana, en Noguer, con prólogo de Cela: al parecer no hay nadie interesado en su reedición-, le otorgara la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. La comisión del centenario ha limitado su ambición al ámbito de la lengua de Sagarra, y allende los muros tampoco parece haber mayor interés. La única buena noticia, el único nudo que cuelga del puente, es el interés de Herralde en reeditar Vida privada en castellano. Lo hará en septiembre: prólogo de Marcos Ordóñez sobre el contexto literario de la novela y epílogos de Azúa, Marsé, Moix, Vázquez Montalbán y Mendoza.

El mundo de Sagarra está naturalmente desaparecido. No convendría que pasara lo mismo con la memoria de ese mundo. Con la memoria común de un mundo donde algo más que la censura -GranWyoming / Monzó- concitaba solidaridad, poética y diálogo.

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