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El basurero electronico

Se habla de "contratos basura"; Madrid consigue el lamentable título de "capital europea de la basura"; una comisión del Senado discute acerca de la "telebasura"; y España entera, asqueada pero fascinada, se regodea, pinzándose la nariz, al contemplar el espectáculo de tanta inmundicia. Por supuesto, un espectáculo servido a domicilio por la radio y por la pantalla televisiva, desde las que, a su vez, se contribuye poderosamente a otro efecto deletéreo: el de la corrupción del lenguaje.Verdad es que los medios audiovisuales, con mayor alcance que la prensa escrita, son ese mensajero de la degradación general a quien muchos quisieran matar por anunciarla, mientras que otros, en cambio, lo exoneran de cualquier responsabilidad en nombre del derecho a la libre expresión, pretexto noble alegado con impudor para cohonestar la vileza del universal y omnímodo basureo.

En reciente comparecencia ante el Senado (véase EL PAÍS de 22 de febrero pasado), se han destacado opiniones tan notables como la sostenida por supuestos "expertos en televisión" para quienes "si el público quiere telebasura, no se deben imponer otros gustos"; o la de que, siendo rey el mercado, "con el mando a distancia se ejerce el derecho al voto"; esto es, que nadie está obligado a tragar la porquería que la televisión pueda llevarle a casa, pues para evitarlo le bastaría con prescindir de los medios audiovisuales y desconectarse de la comunicación social, como aquellos eremitas que, asqueados del mundo en que vivían, se retiraban al desierto: así de fácil.

La extremada demagogia de tales enunciados cierra el paso a cualquier tratamiento razonable del problema. Son argumentos que apenas encubren un concepto de la democracia al que, para no usar la vitanda palabra totalitario, podemos llamar populista, pero que en definitiva no es otro sino el que prestaba sus bases a los movimientos políticos de Hitler y de Perón: al pueblo hay que darle cuanto -supuestamente- el pueblo apetece. Que el criterio de que "el mercado es el rey" parezca avalado por aquellos consabidos versos de Lope de Vega -populista él en su tiempo- acerca de lo justo que es darle al necio vulgo lo que le gusta, pues él es quien paga, no tiene decisiva fuerza de convicción. Como en el antiguo caso de Lope (quien caciquilmente imponía mediante la ley del mercado su propio teatro, excluyendo de las tablas a los autores que no le rindieran personal pleitesía), el presunto gusto del público está decidido siempre por quienes controlan y manejan los medios. Y en el caso de los audiovisuales, resulta demasiado evidente que los gustos de quienes establecen las programaciones no son precisamente equiparables a los del gran poeta, cuyo genio, pese al desdeñoso far presto de que alardeaba, le permitió llevar a escena muy altos valores literarios.

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Pues ¿qué es el público en definitiva? Esa abstracción engloba muy distintos grupos, con cualificaciones, sensibilidades y preferencias diversas; bajo ella se pueden diferenciar enseguida varios niveles de preparación y consiguientes apetencias. Ciertamente, sería ridícula la pretensión de imponer a la gran multitud "en manera despótica o paternalista otros gustos más refinados", como al parecer se afirmó en la referida comparecencia parlamentaria. Eso es, por cierto, lo que pretenden quienes, en Francia, en España, propugnan -y han conseguido- medidas de gobierno para proteger el respectivo cine nacional -presuntamente refinado- frente a la competencia que viene a satisfacer las pervertidas preferencias del gran público. A mi entender, es legítimo que los medios audiovisuales atiendan a las necesidades de entretenimiento y recreo de las masas a cuyo servicio están, y conveniente que presten plena cabida a una cultura popular que, por lo demás, en modo alguno merece menosprecio; y los mecanismos empleados para mantener la vigencia de esa cultura en la sociedad de consumo son los competitivos del mercado: a mayor audiencia, más publicidad. Consecuencia de esos mecanismos es que las televisiones comerciales necesitan rebajar su oferta recreativa a niveles ínfimos de inteligencia y de sensibilidad, en busca del mínimo común denominador. Hasta cierto punto -ya veremos hasta cuál- esto es no sólo legítimo, sino también sano.

Pero en la sociedad democrática, básicamente fundada sobre el mercado libre y, en lo político, sobre el libre intercambio de opiniones, la ley del mercado no es la única norma válida, ni los apetitos de la gran mayoría son los únicos que merecen atención y respeto. Para siempre dejó precisada Aristóteles la diferencia entre democracia y demagogia; y así como en lo político pudo la tiranía del mayor número condenar a Sócrates en Atenas, también puede entre nosotros el gusto mayoritario ahogar a los sectores de población que no lo comparten. En una sociedad democrática -y ahí entra el espíritu liberal que desconoció la antigüedad- deben garantizarse los derechos de las minorías, respetando el pluralismo.

Esta garantía y este respeto competen a los órganos del poder público. Y en consecuencia, si es plausible que las radios y televisiones privadas, que son empresas comerciales, compitan entre sí por alcanzar la mayor audiencia posible halagando aún los gustos más vulgares, resulta en cambio intolerable que los medios audiovisuales del Estado, sostenidos como están con fondos públicos, se apliquen a competir en chabacanería y ordinariez con esas empresas para disputarles, con la audiencia, la publicidad comercial.

¿Qué justificación tiene un ente de radio y televisión públicas si no se emplea para proporcionar una oferta bien diversificada, en la que alternativos intereses culturales sean tenidos en cuenta, y en la que el fabuloso potencial del medio sea aplicado a brindar programas dignos, de aceptable calidad, con fines educativos, entendida esta palabra en su sentido más amplio?

Otra cuestión a considerar es la del límite que la decencia, el decoro de la vida pública -otra vez, competencia del Estado-, debe establecer, poniendo coto al abuso de la licencia para emitir por las ondas. Cómodo es cubrirse con la supuesta demanda popular; pero a nadie se le escapa que para atraer -al mayor número de espectadores se apela con frecuencia al recurso de estimular los peores instintos que yacen, reprimidos, en el fondo de la condición humana, explotando el famoso morbo; y aunque en ese camino parezca que no cabe llegar más abajo, ¿quién sabe? En la misma página de EL PAÍS donde se informaba de la referida comparecencia parlamentaria, venía también la noticia de que un juez norteamericano ha autorizado la grabación y proyección televisiva de una ejecución capital. Era lo que faltaba. Y, desde luego, habrá quien con cara de seriedad sostenga que ello ha de ser así porque el público tiene un sagrado derecho a estar informado y el periodista el sagrado deber de informarle.

Francisco Ayala es escritor.

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