Saturnales de la democracia
La situación actual de Chiapas, afirma el articulista, puede señalar el momento propicio para que el presidente Salinas acelere la marcha de la democratización de México y se resuelva el trauma histórico de las sucesiones presidenciales
El año de 1994 nació, para México, con una revuelta campesina de dimensiones insospechadas. Año axial, porque en él se condensa el evento estelar del sistema político mexicano: la sucesión presidencial. Como en otros lugares, las elecciones en mi país son los saturnales de la vida política. Se desatan las fuerzas de dentro y de fuera del Gobierno, se expresan las contradicciones de los poderes fácticos y los grupos de la élite hacen renacer al que José Vasconcelos llamó el padecimiento de México: "El cisma permanente".A lo largo de la historia, los conflictos sociales y políticos más agudos que ha experimentado la, nación mexicana son los que recorren el ritual de la sucesión. El levantamiento de Saturnino Cedillo en 1938-1939, en la sucesión de Ávila Camacho; los movimientos sindicales de ferrocarrileros y maestros en 1958 y 1959, en la sucesión de Adolfo López Mateos; el movimiento estudiantil de 1968, en la de Luis Echeverría; y la ruptura de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, que constituyó una de las más graves fisuras del PRI, en la sucesión del actual presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari.
Las elecciones de 1994 están marcadas por este sino: ahora será la revuelta de Chiapas, iniciada el primer día de enero, la sombra del proceso sucesorio. Fernando Orgambides, corresponsal de EL PAÍS en México, señaló que hasta el 31 de diciembre Carlos Salinas era el presidente con mayor éxito político de la reciente historia del país. La afirmación es casi indiscutida, pero, más allá de la específica gestión salinista, las elecciones mexicanas hicieron explotar de nuevo las que pueden ser consideradas las asignaturas pendientes. del longevo sistema político.
Aunque perfectamente localizada en la región Í de Id! altos de Chiapas, la revuelta no deja entrever cuándo concluirá ni qué saldos dejará en la sociedad. Sin embargo, una cosa es evidente: no tiene futuro. Está condenada al fracaso y a su extinción como muchas otras ocurridas en el México posrevolucionario.
Una historia de radicalización secreta, subterránea, larvada en el viejo discurso izquierdista de los años sesenta y principios de los setenta, aparece como su trasfondo más tangible. El culto a la violencia, que en este país ha sido sustituido por la estabilidad porque han pesado más, mucho más, los equilibrios institucionales, resurge ciertamente en el punto más alto del proceso modernizador, el mismo día del debú del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, y justo al empezar el último año del Gobierno salinista, que ha tenido como principal distintivo el cambio.
En el curso de estos cinco años, México ha vivido una profunda transformación que alcanza todos los órdenes. La extensión y profundidad de estos cambios es indiscutible y es la mejor carta de presentación del Gobierno del presidente Salinas. Es cierto que se trata de un proceso inconcluso, peso que permite advertir a una sociedad lista para recibir el siglo XXI.
Se recordará que este sexenio se inició con acciones sorprendentes, que propios y extraños tuvieron que reconocer como parte de un proyecto de gran envergadura con el cual el Estado mexicano conduciría su propia refuncionalización y puesta a punto. Con criterios que privilegiaban la presencia de la sociedad, su nuevo carácter participativo y las innumerables expectativas de muchos de sus sectores -como consecuencia del desarrollo educativo y la urbanización, entre otros factores-, las instituciones iniciaron una pública autorrevaloración que ayudó a exponer con toda claridad la agenda modernizadora.
El debate sobre lo que debería ser en lo sucesivo el Estado surgido de la revolución mexicana se colocó en el centro. Simultáneamente, empero, se tocaba la médula de poderes corporativos y se anunciaban relaciones distintas, inéditas, con los actores y representantes de la sociedad. La modernización del presidente Salinas modificó un estado de cosas que la inercia y los mitos del pasado -poderosos en una sociedad como la mexicana- hacían muy dificil de transformar. Un modelo económico y político, entrelazado en todos sus niveles a lo largo de varias décadas, es el que fue cuestionado desde su interior, el Estado intervencionista, propietario y enteramente regulador, asociado a un discurso y una práctica populistas que no escatimaban la cesión de cuotas caciquiles de poder, fue gradualmente sustituido por un organismo más dinámico que se había propuesto responder más eficazmente a los reclamos de la sociedad antes que mantenerse en la obesidad irracional e inútil: el Estado solidario.
La modernización mexicana ha sido satisfactoria en su conjunto. En lo económico y en lo comercial, el país ingresó de lleno al circuito de la globalización mediante una vía que ofrece diversas ventajas, el Tratado de Libre Comercio (TLC); en lo político, están ya presentes señales claras de convivencia democrática que en la mayor parte del territorio operan, independientemente de los obstáculos y tropiezos que se pueden presuponer, en la compleja escena partidaria nacional. En suma, quizá México no sea aún parte de esa categoría de países que Paul Kennedy define como ganadores, pero es irrefutable que están dadas las condiciones generales que lo harán posible al cabo del siglo.
Como toda modernización, la mexicana ha generado resistencias y oposiciones de grupos. que advierten en el proceso una amenaza a sus oficios e intereses tradicionales. Así, las reacciones más encendidas y sistemáticas contra las reformas han provenido básicamente de dos grupos: uno, el sector desprendido de la élite política del PRI, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo; y otro, en el que se encuentran los grupos más afectados por la desigualdad y el rezago social.
En el primero, ha sido patente su oposición a todo lo que signifique ruptura con el añoso modelo estatista del que ambos fueron protagonistas prominentes. En su defensa del pasado hay éxitos y fracasos, pero los descalabros sufridos han sido tan copiosos como determinantes; el peor de éstos, sin duda, fue la aprobación del Tratado de Libre Comercio a fines del año pasado.
Por lo que hace a los marginados, su condición se ha intentado compensar a través del Programa Nacional de Solidaridad. Sin embargo, la geografía de la pobreza extrema, repleta de desequilibrios y profundamente accidentada en lo político, pudo acoger durante, estos años diversos desprendimientos radicales de otras franjas de la sociedad, sin descartar incluso los provenientes de otros países de Latinoamérica. México, no lo olvidemos, es país de tránsito hacia la nación más rica del planeta, pero al propio tiempo limítrofe con Centroamérica; es decir, México es un destino obligado de muchas corrientes migratorias que este fin de siglo han hecho su aparición.
No es casual que la zona de operación del llamado Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) condense al menos tres factores de proverbial explosividad social: los rezagos más ostensibles de la modernización mexicana; el caótico panorama de localidades desintegradas, con grandes núcleos de población indígena, y la compleja vecindad con una región, la centroamericana, dominada durante décadas por conflictos civiles armados.
Pero éstos son sólo algunos, de los factores, no. todos, que pueden explicar la violencia que ahora ensombrece el proceso de modernización. En realidad, lo que se vive en el Estado mexicano de Chiapas no es una guerra civil, ni mucho menos el principio de una revolución. Se trata, pese al fuego cruzado que la acompaña, de una revuelta local eminentemente política, de una utopía de la resistencia que, sin embargo, le recuerda al país entero la existencia de cacicazgos históricos ominosos y la falta de oportunidades a las comunidades indígenas para que puedan acceder al tren del progreso. Ese es su origen, y quienes no han encontrado -en el paisaje social antes descrito- los medios políticos a su alcance han recurrido a la acción desesperada de la violencia.
Con todo lo sangrientos y terribles que son los acontecimientos, ellos no desdicen un aspecto fundamental del proceso social que vive México: "Las mayores transformaciones sociales de la historia moderna, ésas que han afectado a la vida de la gente ordinaria de una forma más profunda, han tenido lugar en periodos de estabilidad política, no en situaciones revolucionarias". Las profundas reformas cardenistas de los años treinta, que dieron lugar al perfil dominante del Estado mexicano, se dieron con una sociedad en movimiento pero estable. Las grandes transformaciones impulsadas por Salinas, después de una crisis política en la élite, han estado aseguradas por el desarrollo normal de las instituciones.
Como se ve, la movilización armada carece de articulaciones ideológicas y organizativas que puedan dotarla de otra dimensión. Pese a ello, nos ha delatado un reclamo de sectores significativos de la sociedad: la necesidad de abrir más espacios de participación política y la urgencia de mejorar las condiciones de vida de las comunidades del México profundo.
En estas condiciones, la modernización concebida y desarrollada con éxito por el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari ha encontrado en, este año de sucesión presidencial su desafío más dificil. Sin embargo, tiene alternativas plausibles. De la misma manera como se superaron las dificultades para llevar a cabo las grandes reformas constitucionales que pusieron de pie a la nación mexicana, la situación actual de Chiapas puede ser el momento propicio para que Salinas acelere la marcha de la democratización de México, y resolver el trauma histórico de las sucesiones presidenciales.
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