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Epístola de varia lección

Frente a la cultura de la riqueza está la riqueza de la cultura. ¿Es un retruécano? No, es una verdad. El encontronazo del ostentoso dinero del primer tipo con el inexistente dinero del segundo podría resolverse en una batalla esperanzadora: aunque la victoria del filisteo esté a ojos vistas asegurada, el residuo que a la postre habrá dejado la cultura, se presentará como resto inasimilable y obscuro, incuantificable en el cálculo de nuestros adversarios. Se tratará nada menos que de entrever el valor de las cosas que nos han hecho y nos hacen hombres a lo largo de toda la historia conocida: al fin, la voz humana ha comparecido, y eso es lo esencial. Quienes a hurtadillas se preparan y acomodan para un futuro de computadores bípedos son por ello en extremo renuentes a presentar batalla de franca y frontal manera, y recurren a la destrucción de nuestra fuerza por vía de la hipertrofia del concepto. Es decir: el taimado embaucador mezcla interesadamente la denotación antropológica del término cultura que, tomado así, lo engloba todo: desde las técnicas de caza a los ritos de paso y apareo- con cuanto ese vocablo encierra de valorativo y ético, de cultivo consciente de la personalidad y de crítica implacable de las imágenes propuestas y reglamentadas por lo colectivo. Tal es la paradoja: la cultura culta existe para liberarnos de la cultura no culta -la de la fatalidad biológica y social, la de nuestro entorno siempre irreflexivo y tiránico- ¡Qué profundo interés y qué profundo miedo mantienen con todo el embuste!Y es que sería preciso que los señores de la cotidianidad asimilaran lo distinto, lo difícil, lo esforzado en el denuedo del estudio y la reflexión para venderlo bien por ferias y mesones. Mas, como tal asimilación es de toda evidencia imposible, se impone la bastardización e hibridación del producto. En España, el periódico espectáculo de eventos como el premio Planeta plasman a la perfección lo que pretendo expresar aquí. Como antes en los Juegos Florales de cualquier muermo villorrio, la

aldea global y multimediática reúne a sus jerarcas "culturales" -ministros, funcionarios, consejeros, prebendados...- y corta la cinta negra del bestsellerismo de supermercado y área de descanso en autopista. Lo más caballuno de la sonrisa de la señora Alborch y de su erizante pelambrera no hace sino prestar el patético marchamo de una oficialidad de clase media adinerada a cuanto nace culturalmente muerto y es, por tanto, inaprovechable. En un pasado cada vez más remoto, la creación literaria y estética en general eran una ventana abierta a otros modos de sentir, como la filosofía y la ciencia lo eran a otras formas de pensar y de saber. Mas eso en modo alguno se compaginaría con la asimilación instantánea que precisa la contemporaneidad no puede tolerarse ni un residuo de irritación o de subversión que aliente, porque el bálsamo licuador del dinero se encarga muy bien de que todos se den la mano en una sardana común. Como sucede con el erotismo, reconvertido en domesticada erotomanía de recetas, posturas y ritmos en vez de ser atalaya de indomable humanidad, el Estado que se pretende resolutivo y global y la sociedad que intenta y logra moldear a su gusto han de borrar cuantas aristas incomoden el discurso público y, sobre todo, refuercen o articulen la presencia de esta o aquella minoría pensante. O peor aún: la engendren. ¿Cuáles son las causas inmediatas de tan aberrante estado de cosas y cómo se puede trazar una longitud y una latitud siquiera aproximadas en tal babélica confusión de horizontes?

Se me ocurre que la invasión del nuevo mandarinato administrador de la cultura inculta obedece aquí a una razón social muy precisa, y a otra, más general, relativa a cierto idiolecto escrito harto difundido en Occidente. La primera es ésta: la creación y el legado de la "sufrida e insufrible clase media", esa columna vertebral del franquismo tardío. Tal constelación social ha acarreado indubitables consecuencias beneficiosas en lo económico; mas lo ha hecho a costa del embrutecimiento y descerebramiento de la población en su conjunto. ¿Por qué? Porque hasta hoy no existe ni quizá puede existir una cultura de la clase media: los grandes proyectos y los mayores logros culturales de la aristocracia y de la ascendente, consolidada o arruinada burguesía (que en España se confunde maliciosamente con la clase media, cuando ésta es ágrafa y burda, tras haberse formado en un vacío sin tradición propia ni asunción de la tradición ajena) son incompatibles con la civilización del consumo y el hedonismo de supermercado.

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Aquí y fuera de aquí, se pueden recoger muchos nombres de polígrafos y grafómanos de esas clases medias y para esas clases medias que, por haberse constituido de espaldas al libro, lo comprarán de cuando en cuando como objeto de regalo o rito social a cumplir, porque, como reza un diáfano anuncio, "hay que tenerlo". Ante un público ignaro de la herencia cultural del pasado toda superchería de cultura inculta será posible con la falsa veste de novedad y genio. No es raro por ello que la "filosofía escénica" en forma de artículos de fumador o de trataditos sobre cómo vivir obtenga un éxito traducido en pluralidad de ediciones y comparecencias. Esa tertulia de opinión no refleja, bien ponderado el lance, sino el desorientado conservadurismo de un público deseoso de que alguien exprese medio bien lo que él expresa mal, porque nadie le ha enseñado nunca ni a leer, ni a pensar ni a sentir. ¿Existirá aquí una solapada conspiración de los señores del mundo?

La pregunta es tentadora: el colapso de la estructura educativa española, la inexistencia o fracaso de instituciones alternativas que ningún estamento siente como propias y por tanto cuida, y el interesado acoso y derribo de la formación humanística son fenómenos parejos a cuanto gloso, así que las casualidades se acumulan. Y más aún si recordamos el indiscriminado triunfo de unas doctrinas pedagógicas que maldicen todo esfuerzo del educando, rechazan el cultivo de la memoria y desconocen la formación de un embrionario acumen estético en sus víctimas, para que éstas caigan mejor en la ya dispuesta trampa del autoendiosamiento juvenil y el tedio del feísmo, la litrona, la ignorancia y la cochambre. Sostener, a estas alturas de la contienda, que nuestra única salvación está en la cultura -en la cultura culta- no revela en modo alguno un corazón cándido ni beato ante vetustos ídolos, sino un desencantado ejercicio de espectador de la barbarie y el encanallamiento. Y, en clave ligera, espectador del epigonismo también: el de, por ejemplo, los Cien Mil Hijos de Kavafis, como los Cien Mil Hijos de Pessoa o de Mahler porque algún capitoste domador del espacio público mencionara anteayer a esas figuras. He ahí un prístino caso de esa incultura insondable de las clases medias: el descubrimento caduco, en ciertos públi-

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cos, de algo que llega tarde y mal, cuando gustos y aficiones se han conformado en un desierto horro de referencias adecuadas en su momento justo, el de la infancia, la adolescencia o la primera juventud. Los triunfantes herederos del Seiscientos de ayer parecen hoy gentes ilustradas cuando hablan desde sus poderosas tribunas; mas su ilustración no es sino un leve barniz de ambiciosos. La percepción del mundo y de la sociedad se articula, en materia de cultura, mucho más abajo, tanto en el espacio como en el tiempo. Y es que, fracasada la escuela y desenmascarado el didactismo de los advenedizos, fuera de esa cultura que es paidéia, que es Bildung, no hay salvación ni asidero para nadie en el piélago, de la vulgaridad y la indigencia multimediática. Sólo ahí puede hallarse el auténtico y natural disfrute de las cosas dignas y bellas que nos han legado otros, y que precisan un aprendizaje y una ascesis. Ser una marioneta o un esclavo con forma de lechón de la piara de Epicuro es algo que se encuentra al inmediato alcance de todos, aunque no se sepa si Epicuro era un griego o una marca de coches. Conviene recordárselo todos los días a quienes, de pronto, se sientan perdidos en un hipermercado.

El factor más general al que arriba aludía, o sea, el cambio de idiolecto en cierto discurso cultivado, es asunto de gravedad inusitada, porque trasciende fronteras y anécdotas de cercana sordidez. Me refiero al beocio treno sobre la "crisis de la razón", a la irrupción abrasadora de no se sabe qué "posmodernidad neobarroca" plurimorfa, plurilingüe, plurisémica. ¿Qué pretenden quienes transitan hoy ese cansino discurso? Sin caer en fácil caricatura, su pretensión no parece despuntar más que un vuelo gallináceo, porque, en ausencia de soportes epistemológicos precisos, ¿qué puede significar perorar así sobre la "crisis de la razón"? ¿Se han molestado acaso en averiguar de qué razón específica hablan y desde dónde hablan? Casi todos distinguimos entre la embriaguez y la, sobriedad, pero es la sobriedad la que nos permite trazar tal distinción. Lo mismo cabe afirmar, con cuantas matizaciones se desee, de la cordura y la locura, la enfermedad y la salud. Yo no sé cómo una comunidad de siempre ebrios, siempre enajenados y siempre enfermos llegaría a descubrir que existe una condición distinta a la suya y desde la que se puede estudiar a ésta -y remediarla- si ella les causa desazón o dolor.

Los hodiernos detractores de la razón obedecen a diversas observancias y credos; mas a fuerza de impugnar razón y racionalidad en ciencia, filosofía y discurso político, su mercadería se revela en exceso barata. ¿Razón de Euclides, de Arquímedes, de Newton o de Heisenberg? ¿Razón del cartesianismo, de la Ilustración, del positivismo, del neopositivismo? ¿Razón del liberalismo económico, de la jaula de hierro weberiana, de la democracia representativa, del socialismo autogestionario? Hay una miríada de razones detrás de cada "razón". No demos, con todo, demasiadas vueltas al potro de las preguntas, aunque la insidiosa labor de zapa de esta clerecía, ya vieja y arcaizante en sus formulaciones, ha causado mucho daño en la conservación de ese discurso de salvación que toda cultura auténtica comporta y cuida. ¿Para qué, a la postre, aprender esa, ardua disciplina de los porqués, de sus aciertos y errores? ¿Para qué empecinarse en tejer y destejer el lienzo de Penélope en trabajos de rigor y pensamiento, si el pensamiento, según afirman, a nada conduce?

En este sentido, las flores del magma neonietzscheano han sido y son flores carnívoras: han devorado capítulos enteros de la gran cultura europea con su secuela de horrores y desmanes y aún devoran hoy embrionarias vocaciones de seriedad y valentía. El suyo es un discurso cobarde y, por supuesto, conformista: tal idiolecto ya forma parte de la cultura antropológica, como las modas (que son modas por pasar de moda) y los refranes. El mandarinato de las clases medias no podía encontrar mejor y más complaciente aliado: apagada la luz, lo mismo valdrá un compromiso que otro. No otra cosa sucede cuando en esos coloquios de la tolerancia represiva (la expresión era de Herbert Marcuse) la opinión de cualquier innominado advenedizo sobre, por ejemplo, asuntos religiosos puede plantar legítimamente cara a un Eliade, un Dumézil o un Harris si por un momento se encarnaran en algún ingenuo contradictor. ¿Democratización de los saberes? Por supuesto que no. ¿Engañifa, burla y farsa? El lector adivina mi respuesta, que es la suya. Introducido en la fortaleza del discurso escrito, el caballo de Troya del nihilismo ha sido implacable a la hora de arrasar alcázares y murallas de contención.

Concluyamos con una enumeración de intempestivas voliciones. La cultura culta no es tertulia, ni guiño, ni gracejo, ni espectáculo al estilo de un degradante reality show. La cultura no es farolería, ni impostura, ni dispersión, ni gracia verborreiea. La cultura, al contrario, está hecha de sobriedad y esfuerzo, de abstracción y de tensión. También está hecha, porque son muchos los peldaños de su escala, de recogimiento y de humildad. Por eso mismo, la cultura no, hace estrellas de televisión ni eternos invitados a repetir conferencias de cartón-piedra por burgos podridos y por congresos de correligionarios. La cultura tiene algo de soledad; no se hará servicio del Estado ni de bandería o partido. La cultura no confiere nunca las gracias del tahúr ni las empalagosas mieles del sicofante. Nunca alabará la era presente como una cómplice edad de oro. La cultura no garantiza que sus hombres sean simpáticos y dicharacheros, ni que expresen lo que estamos deseando oír. Al contrario, la cultura siempre sorprende y descubre, porque desvela y porque crea sus propios objetos. La cultura nada trivializa, nada rebaja. Hace el mundo más grande y más rico, y no nos empobrece con ataduras de vulgaridad y nadería.

La vetusta discusión sobre el papel del intelectual en la sociedad de masas está muy lejos de agotarse; mas es la práctica sobria y silenciosa del estudio y la palabra esclarecida por un saber lo que configura su territorio. En un tiempo, el pensamiento pudo ser suprema expresión de unos convenidos cánones de belleza y de conocimiento; en otro, la cultura fue sobre todo labor de crítica y de subversión. En la barbarie presente habrá de ser oposición y, muy principalmente, resistencia frente a la taimada mercadería cosificadora de la cultura misma. Mas también ha de ser firmeza y recordación del acervo de cosas que, a despecho de toda divulgación, no se poseen de verdad porque se ignoran y se desperdician. Y, en fin, esa cultura de la que hablo es terapia, y terapia suprema en los males de la edad presente. En una noche sórdida de impunidad e incuria, sólo ahí puede vislumbrarse una pavesa de luz.

Antonio Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge.

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