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Tribuna:
Tribuna
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Un país lleno de paradojas

La Casa Blanca, a orillas del río Moscú, la tomaron finalmente al asalto. Dos años más tarde: no en agosto de 1991, sino en octubre de 1993. Y no por la junta comunista de los golpistas, sino por los demócratas, los que la defendieron aquel agosto. Y la liberaron de otros que también la defendieron hace dos años. ¿Ironías de la historia? ¿Paradoja cruel? La historia de mi país está llena de paradojas.Durante estos dos años hemos vivido desgarrados por las contradicciones. Realmente hubo una revolución, que puede ser origen de una época por sus consecuencias. De una vez terminamos con el comunismo, el imperio, la guerra fría contra Occidente y el sambenito de que somos distintos, aspecto éste que nos convertía en los repudiados del mundo. ¿Pero es verdad que nuestro país cambió?

La revolución democrática de agosto fue bien. Pero el giro completo y fulgurante del pragmatismo a la traición que dio el aventurero cínico Jasbulátov, ¿también eso fue una revolución democrática? ¿Y ese general ególatra de opereta, ese soldadito de plomo, Rutskói, que fue derribado heroicamente bajo el cielo de Afganistán y se vio catapultado a la butaca de vicepresidente? ¿O el Congreso de los Diputados, que usurpó ante nuestros propios ojos el poder y cuyas reuniones aparecían por televisión como si fueran una película policiaca o un sainete que cada vez nos hacía dudar más del estado psíquico -y moral- de sus miembros más activos? ¿O esa mezcla detonante de incompetencia y corrupción, también llamada establishment democrático?

Las paradojas nos perseguían a cada paso. Pasados dos años, los golpistas que pretendieron imponer al país una dictadura comunista clásica no solamente no están condenados, sino que últimamente aparecían envueltos en un halo de gloria, tomaban posturas heroicas y se ponían la toga de los salvadores de la patria. Los que más en contra estaban de las libertades democráticas, los que maldecían la democracia como un invento peligroso para Rusia, ellos, la oposición nacionalista y comunista, supieron utilizar mejor que los demás las nuevas libertades. El Frente de Salvación Nacional se dedicaba abiertamente a conspirar (¿en qué otro país sería esto posible?). La prensa comunista tuvo una especie de renacimiento: después de varias docenas de años de servilismo y obediencia absoluta al poder, pasó a injuriar a los nuevos gobernantes -que la habían liberado del servilismo- y descubrió en los insultos más soeces toda la amplitud de la libertad de expresión. "Yeltsin, Judas", era uno de sus eslóganes. A los demócratas les llamaban "mierdócratas"; a la televisión, "Tel Aviv Sión", y al Gobierno, "régimen de ocupación". Un auténtico récord lo obtuvo el periódico Deñ cuando publicó en su cabecera y a gran tamaño una fotografía de archivo en la que aparecía una columna de alemanes hechos prisioneros en Moscú en 1942 con una inscripción: "Así llevaremos a los demócratas". Parece paradójico, pero, como una quimera recompuesta de materiales pestilentes, esta predicción malvada se materializó el lunes, pero exactamente al revés, cuando la televisión mostró cómo de la Casa Blanca, destrozada por los impactos directos, salían en fila aquellos que con sus juegos intrigantes para tomar el poder provocaron el domingo sangriento.

Aquel domingo por la tarde, estando con la muchedumbre que se reunió para asaltar la televisión de Ostánkino, sentí miedo. Aquello era una mascarada en la que había uniformes de camuflaje, escudos metálicos y cascos requisados unas horas antes a los policías derrotados, capas militares con vuelo y uniformes etnográficos de cosacos. Sentí miedo no sólo por las extrañas vestimentas -los disfrazados eran, al fin y al cabo, una minoría-, sino también por la expresión de las caras de la gente. Nunca he visto concentrada en un solo lugar tanta agresividad, maldad y al mismo tiempo deficiencia psíquica. La felicidad iluminaba esas caras cuando un camión militar pesado, que había sido requisado en una batalla callejera anterior, arremetía una y otra vez contra el edificio de televisión, y sus potentes golpes resquebrajaban las rejas metálicas y hacían añicos los cristales de las ventanas. Esta exagerada alegría se convirtió en auténtico sufrimiento cuando la muchedumbre se dio cuenta de que no iba a ser tan fácil tomar la televisión. "¡Armas! ¡Queremos armas! ¿Por qué tardan tanto en traer las armas?", gritaban, gemían. Sin ponerse de acuerdo, de las gargantas de esa muchedumbre salía la misma palabra: armas.

Las caras que vi una hora más tarde en un espontáneo mitin de demócratas, delante del edificio del Sóviet de Moscú, eran totalmente diferentes. De mirada clara, inteligente, con expresión tranquila a pesar del peligro. Y no confundo los deseos con la realidad. La realidad era ésa. Pero escuchando a sus oradores demócratas -Yegor Gaidar, que acudió unos minutos, fue de los mejor acogidos-, aquella gente, con la que simpatizo, gritaba: "¿Dónde están las tropas? ¿Por qué no dispersan a los revoltosos? ¿Dónde están los tanques?". Y cuando desde la tribuna dijeron por el megáfono que los blindados se acercaban, que ya estaban en la avenida de Lenin, la plaza estalló en una ovación.

En agosto de 1991, la democracia venció verdaderamente en Rusia, si nos atenemos a una perspectiva histórica. Pero subjetivamente percibimos un golpe de Estado burocrático.

Hace casi dos años, la URSS desapareció del mapa geopolítico del mundo. Y eso, por cierto, significó un cambio de la élite política. En Moscú, la capital de la URSS, había dos élites. La de primera categoría, compuesta por los jefes del partido comunista, los ministros y los diputados de la URSS, y lo mismo -pero en pequeño y peor-, de la Federación Rusa. En una hora, junto con la URSS desapareció también su élite. Sería difícil inventar mejor posibilidad para el establishment ruso.

Aquel golpe de Estado burocrático radical concilió por un tiempo varias fuerzas de la nueva clase gobernante: comunistas y nacionalistas, por un lado (la mayoría parlamentaria, que, a la vez, era la oposición), y los demócratas, por el otro. Pero la oposición nacional-comunista al Gobierno democrático de Yeltsin fue distanciándose y levantando cada vez más la cabeza. La revancha de las fuerzas que marcaron la pauta hasta agosto de 1991 se acercaba de forma irreversible porque se desarrollaba legalmente bajo la cobertura del Parlamento y el conjuro de la fidelidad a la vieja Constitución soviética, muy cómoda para ellos. La opción democrática llegó a encontrarse amenazada.

Yeltsin rompió este círculo vicioso al disolver el Parlamento y convocar nuevas elecciones. Entonces, los partidarios de la "democracia parlamentaria", al estilo de Jasbulátov y Rutskói, sacaron a las calles de Moscú a una muchedumbre agresiva que rompía todo lo que, encontraba en su camino. Desde ese momento, la aparición de los tanques en las calles de Moscú se convirtió en inevitable. Desgraciadamente.

Es más fácil explicarlo que entenderlo y aceptarlo.

es director de la revista Tiempos Nuevos.

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