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Tribuna:LA DIFÍCIL SITUACIÓN DEL HIPÓDROMO
Tribuna
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Apuestas por el futuro

CARLOS ALBERDI

Cuenta Troski en sus memorias que una de las primeras cosas que hizó al llegar a Madrid fue ir al hipódromo. Estaba entonces al final de la Castellana, donde hoy se encuentran los Nuevos Ministerios, y acudian allí desde los pastores aficionados al ganado hasta la más alta aristocrácia. Estudiantes, lampistas y jugadores completaban el cuadro que debió de ver Troski y donde resultó fácil que llamará la atención y, para su desgracia, fuera detenido al día siguiente.Aquel hipódromo de la Castellana, de toque distinguido y aristocrático, se trasladó después de la guerra a la cuesta de las Perdices, en el corazón del monte del Pardo. La construcción salió a concurso y triunfaron los arquitectos Arniches y Dominguez y el ingeniero Torroja, que ya habían proyectado juntos, por ejemplo, las aulas jardín del Instituto Escuela, hoy Ramiro de Maeztu.

Pero ni lo excepcional del lugar ni lo logrado de la fábrica debilitaron el carácter minoritario del hipódromo, aunque el tiempo y las circustancias de la política fueron borrando lo de aristocrático. Bien es verdad que Beltrán Osorio, duque de Alburqueque, es lo más grande que ha producido el hipódromo español, y no conforme con un excelente criador y entrenador de caballos, se ha ido rompiendo los huesos a la vez que cosechando triunfos como jinete por los mejores hipódromos de Europa. Lástima que sus competidores aristocráticos, aunque brillantes, tenderían a la decadencia: el conde de Villapadierna, famoso también por su afición al automovilismo, fue estupendo criador y hombre aviadísimo en los secretos del hipódromo, pero entre eso y los coches dilapidó una de las más importantes herencias españolas del siglo XX. En otro nivel,el marqués de la Florida tuvo con Roque Nubloy Maspalomas, suficientes timbres de gloria, pero nos estropeó su estampa por sus agrias posiciones políticas de la transición.

Reflejo de la corte

Porque el hipódromo de Madrid ha sido siempre fiel y microcósmico reflejo de la corte, una de las cuadras más importantes de los cuarenta y los sesenta fue la Yeguada Militar pagada por unos contribuyentes tan poco aficionados como ignorantes del invento. Con magníficas instalaciones de cría en la afueras de San Sebastián y la ventaja de algún que otro soldado distinguido en las artes hípicas, el Estado se permitió el lujo de sostener una de las mejores cuadras de la época y ganar casi todos los grandes premios.

Siguiendo con esa lógica, tan tomada de los pelos como real, el hipódromo desarrollista empezó con la aparición de un constructor navarro, Ramón Beamonte, capaz de ganar el Jockey Club en París y de arrasar en Madrid con sus Wildson, Nertal, Folie y tantos otros que sólo salían de la cuadra si tenían probabilidad clara de ganar.

Hay que entender que en el hipódromo el propietario es también protagonista del espectáculo. Antes de la carrera, el público se agolpa para ver los caballos y, en el interior del círculo que dibujan los participantes al dar vueltas, se exhiben también propietarios, entrenadores y yóqueis. Por todo eso, cualquier crónica del hipódromo es incompleta, tanto si se refiere únicamente a los caballos como si se dedica en exclusiva a los dueños, o si se ignora la labor de los entrenadores o de los únicos que justifican la inclusión de las carreras de caballos en las páginas de deportes de los periódicos: los jinetes.

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La democratización del espectáculo es hija de los años setenta con la entrada en tromba de los nuevos ricos de la moda. González, Pérez del Amo y Machín invirtieron sus ganancias de la moda juvenil en caballos porque les apetecía y porque la Zarzuela ofrecía un estupendo mundo de relaciones. Antes que ellos habían mandado Antonio Blasco y Ramón Mendoza, que había empezado a ganar en vallas con Chacolí luciendo una blanca melena y acabó ganándolo todo con un entrenador argentino que ahora triunfa en Estados Unidos.

El conde de Romanones

Pero tanto Blasco como, en menor medida, Mendoza tenían sus contactos con el antiguo régimen hipodrópagadmico y, aunque rompedores, eran de la casa. Pepe González no. Cuando llegó era como una furia que no paraba de decir barbaridades e hizo falta todo el saber del conde de Romanones para que fuera aprendiendo maneras, capitalizara la yeguada del conde y acabara convertido en un consumado gentleman.

O sea que también hay quien va a aprender al hipódromo, y no podía ser menos si se cuenta entre los aficionados a Fernando Savater, el dueño de editorial Debate, o Antonio Castro, al que los televidentes memoriosos recordarán por una inolvidable entrevista a Julio Cortazar. Los hipódromos han sido siempre lugar de reunión y es uno de los pocos espectáculos en que se pasea y se conversa entre carrera y carreara. Para los eruditos, basta recordar que ya en el siglo VI el hipódromo era el centro vital de Constantinopla; también que Epson es uno de los puntos de máximo consumo de cerveza durante la primera semana de junio, y por último, que no ha habido hipódromo más musical que el de los bosques de Palermo, en Buenos Aires, donde Carlos Gardel animaba las carreras.

La posmodernidad hípica se escribe hoy en clave de privatización. El año pasado, el recinto de la Zarzuela llegó a estar sin agua y sin luz. La deuda de la Sociedad de Fomento de la Cría Caballar ascendía a más de 2.500 millones de pesetas y al rescate acudió Enrique Sarasola en forma de sociedad anónima. La temporada de primavera, que comenzó el pasado 7 de marzo, devolvió las carreras de caballos a la afición.

Será posible que el hipódromo de Madrid salga adelante. Serán capaces sus dirigentes de organizar una campaña de difusión lo suficientemente razonable como para explicar que en la cuesta de las Perdices se puede pasar una de las mejores tardes del domingo y, si uno es hábil, sin que le cueste un duro. Es dificil. El último gran intento de popularizar las carreras acabó con el hipódromo más endeudado que al principio y con las gradas más vacías. Sin embargo, en Occidente sólo hay una gran ciudad sin hipódromo.

Carlos Alberdi es historiador.

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