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Las bases del futuro

Josep Borrell

Concluye el articulista su análisis comparado entre el neoliberalismo y el socialismo democrático reivindicando la conveniencia de delimitar, de forma menos dogmática, los papeles relativos de la competencia y el servicio público, dotando a este último de los medios que exige la demanda de eficacia.

La mayor decepción constatada ha sido la de la célebre reforma impositiva americana inspirada en la teoría de la oferta. Según esta teoría, una reducción en los impuestos personales incentivaría a los individuos a ahorrar sobre todo, a los de renta más elevada y a las empresas a invertir. Más inversión, más crecimiento y, por tanto, más recaudación. Así, una reducción de los tipos impositivos no disminuiría los ingresos públicos ni aumentaría el déficit público, sino lo contrario. Una teoría que encuentra fácilmente supporters, porque nada más atractivo que proponer bajar impuestos, sobre todo si ello favorece especialmente a las clases medias-altas y a los que más capacidad tienen de crear opinión.Lástima que la realidad no haya corroborado la teoría. La tasa de ahorro de las familias americanas, a pesar de una reducción superior a 20 puntos en los tipos marginales, descendió a lo largo de la década desde el 13% hasta el 5% de la renta disponible. Al tiempo, su consumo y endeudamiento aumentó de forma inusual. El endeudamiento de las empresas aumentó también de forma espectacular, pero no se utilizó para financiar nuevas inversiones -que aumentaron muy poco en relación a décadas anteriores-, sino para financiar operaciones de fusiones y adquisiciones de otras empresas o para recomprar su capital. En resumen, fenómenos financieros muy poco relacionados con la economía real y unos niveles de déficit público insostenibles.

Sobre los procesos de desregulación y privatización no es posible sacar una conclusión unívoca, porque las industrias afectadas han sido muy diversas y los resultados han sido también muy distintos. Por ello, no tiene sentido pronunciarse a favor o en contra de la regulación o la desregulación, salvo que se participe del postulado ideológico de que la mejor regulación de cualquier mercado es la que no existe. Nada hay en la teoría económica ni en la experiencia disponible que justifique esta creencia. La regulación de los mercados es tanto más necesaria cuanto más se alejan de las condiciones ideales de la competencia pura y perfecta.

Creciente concentración

A la vista de la experiencia, la desregulación a ultranza no es un éxito incuestionable. En EE UU en el transporte aéreo, por ejemplo, se observa desde 1985 una creciente concentración que no ha finalizado. Sólo ocho empresas controlan ya más del 95% del mercado, y ello hace temer que su comportamiento se aparte cada vez más del modelo competitivo que se pretendía con la liberalización. Algunas formas de servir el transporte aéreo en Europa son ya muy poco eficientes, y aunque puedan maximizar la utilidad del consumidor-rey, generan pérdidas insoportable para las compañías que acaban pagando los contribuyentes.

Pero es en el sector financiero donde las consecuencias de la desregulación han sido más negativas: la fortísima apreciación del dólar hasta 1985 y su caída libre posterior; el crash bursátil internacional de 1987; la sobrevaloración de las acciones en la Bolsa de Tokio, cuyo volumen de transacciones se multiplicó por 16 en pocos años, y su crash posterior; el crash inmobiliario del Reino Unido tras la burbuja especulativa anterior, la quiebra de las entidades de ahorro y crédito de EE UU, cuyo rescate costará a los contribuyentes norte americanos 500.000 millones de dólares (a comparar con los 65.000 millones que costó el. Plan Marshall, en dólares actuales) las recientes turbulencias y ataques especulativos en el Sistema Monetario Europeo (SMIZ); la situación de permanente inestabilidad en la que está instalado un sistema financiero internacional convertido en un gran casino del que ni siquiera los especialistas más expertos aciertan a entender cuáles son los riesgos asociados a su vertiginosa evolución, cada vez más desligada de la economía real. Ello por no hablar de los escándalos que: han sacudido el escenario financiero internacional, desde el delito de iniciado de M. Milken, el virtuoso de las OPA, a las actividades de la BCCI.

La actual recesión económica que atraviesan los países industriales, especialmente grave en el Reino Unido, tiene bastante que ver con la desregulación de los mercados financieros en la década pasada. La facilidad para acceder a los créditos redujo notablemente la necesidad de ahorro para comprar una vivienda. El fuerte aumento de la demanda de viviendas aumentó sus precios lo que, a su vez, hizo aumentar el patrimonio nominal de las familias británicas. Éstas, a la vista de su nueva y aparente riqueza, aumentaron aún más su consumo financiándolo con préstamos obtenidos con la garantía del valor de sus viviendas.

Los niveles de endeudamiento acumulados obligaron posteriormente a las familias británicas a reducir su consumo para recomponer su patrimonio. La intensa caída de la actividad económica resultante provocó una fuerte caída de los precios de las viviendas que, a su vez, agravó la situación patrimonial de las familias provocando una reducción adicional del consumo y del nivel de la actividad. El fiasco inmobiliario del sistema financiero ha contribuido a agravar la recesión internacional actual.

El proceso no se parece mucho a una asignación eficiente de los recursos. La experiencia demuestra que lo que puede ser óptimo desde el punto de vista individual no tiene por qué serlo a nivel colectivo. La mano invisible de Adam Smith puede cometer equivocaciones graves, y su preferencia por el corto plazo le hace descuidar peligrosamente las bases del futuro.

Así, es en infraestructuras y en educación, las bases del crecimiento de cualquier economía, donde las diferencias entre la década socialista y las políticas liberal-conservadoras son más acusadas. La inversión en infraestructuras en EE UU y el Reino Unido se mantuvo durante toda la década prácticamente a la mitad de los niveles de la década anterior. El gasto per cápita en educación durante el periodo 1980-1988 registró en el Reino Unido una caída anual media del 1,8%, frente al aumento medio del 1,6% registrado por la CE.

En EE UU, el sistema educativo se presenta cada vez más dual y la mayoría de la población debe conformarse con un sistema de enseñanza primaria y secundaria cuya baja calidad resulta incomprensible en uno de los países más ricos del planeta. Por eso se enfrenta Clinton a la más importante decisión de su Administración: cuánto énfasis poner en la reducción del déficit público y cuánto en una mayor inversión en infraestructuras y educación. El 77% de los americanos (encuesta del Bussines Week) quiere que el Estado gaste más en educación, aunque haya que pagar más impuestos para ello (la precisión es importante). Nosotros, en cambio, hemos producido en los ochenta el mayor proceso de capitalización de nuestra historia en infraestructuras y en educación, factores de progreso ampliamente reconocidos. Y, además, tenemos menos problemas de déficit público que los producidos por la revolución conservadora tanto en EE UU como en Inglaterra. El nuestro se ha reducido en un 50% en 10 años. El suyo se ha doblado.

También en ambos países, una de las principales consecuencias de las políticas de los ochenta ha sido la profundización de las desigualdades sociales. El neoliberalismo de la etapa Reagan-Bush ha conducido a un modelo de sociedad dual en el que los individuos con mayores niveles de renta son los que se han apropiado de la mayor parte de los beneficios del crecimiento, mientras que los niveles de renta de los 40 millones de americanos más pobres se han reducido en torno aun 10%. Nosotros hemos universalizado el sistema de pensiones y creado un sistema de protección social, aun con el riesgo de que a veces la solidaridad engendre asistencialismo.

El neoliberalismo anglosajón ha conseguido también crear la mayor desigualdad en el acceso a los servicios sanitarios. En EE UU, país que realiza el mayor gasto sanitario del planeta (13,5% del PIB) existen 35,5 millones de personas que no pueden acceder a los servicios sanitarios por encontrarse en paro o porque la empresa para la que trabajan no les ofrece un contrato de seguro. Nosotros hemos extendido la cobertura de la sanidad pública a prácticamente toda la población, con unos niveles de calidad que, con todas sus deficiencias, son incomparables a los sistemas de sanidad pública dejan como herencia los revolucionarios conservadores.

Como debía ser, dada la posición de partida, el sector público español ha experimentado cambios más profundos durante las ùltimas dos décadas. En 1970, el gasto público en España representaba un 22,5% del PIB, mientras que la media de los cuatro grandes países europeos era del 37,4%. Veinte años más tarde, el gasto público en España continuaba siendo inferior a la media europea, aunque esa diferencia se ha reducido a 4,2 puntos.

La mayor parte de la expasión del gasto se produjo en el periodo 1977-1982, en el que el gasto público aumentó 2,1 puntos por año. En el periodo socialista 1982-1991 el aumento ha sido mucho menor: 0,75 puntos por año. Paralelamente se ha producido en España uno de los mayores crecimientos de la presión fiscal global entre los países de la OCDE, aunque el nivel alcanzado es todavía el más bajo de los países comunitarios. En estos términos precisos hay que valorar lo que algunos denuncian como el aumento "continuo y exorbitado" del sector público durante la década socialista.

Sector público

Reiteradamente, desde que los socialistas accedimos al Gobierno en 1982, el modelo angloamericano de Estado mínimo se nos ha propuesto, como ejemplo. Unas veces sin tener en cuenta el retraso de España con respecto a sus vecinos europeos en la implantación de un sector público capaz de llevar a cabo las tareas que le demanda una sociedad democrática. Otras, sin reconocer las implicaciones de un debate que entra de lleno en el terreno de los valores, sin querer entender que los principios que subyacen en la ideología neoliberal del PP (creer que todos los problemas se resuelven a través de relaciones de oferta-demanda privadas y que sólo hay que satisfacer las necesidades que se manifiestan como demandas solventes) son simplemente contradictorios con los de equidad e igualdad del socialismo democrático.

Tratando de llevar a la práctica estos valores, la década socialista ha evitado la dualización social, universalizando el acceso a los servicios educativos y sanitarios, desarrollando un sistema de protección social equiparable a los europeos, teniendo en cuenta nuestro menor nivel de renta, y ha mantenido un ritmo muy elevado de inversión pública, en torno al 5% del PIB, que está cambiando, de forma evidente, la estructura física del país. Han aparecido problemas nuevos, como el del equilibrio entre incentivos individuales y universalización de prestaciones. Pero hemos evitado peores.

Por ello, en la perspectiva de la próxima década, hay que combatir el desprestigio de la acción colectiva, moda que parece ya estar finalizando. Delimitar de forma menos dogmática los papeles relativos de la competencia y del servicio público, dando a éste los medios de su eficacia. Y tomar conciencia de que la creciente interdependencia del mundo exige una coordinación de iniciativas individuales y una visión a largo plazo que sólo pueden llevar a cabo los poderes públicos.

es ministro de Obras Públicas y Transportes.

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