Panorama con tiempo nublado
QUE UN partido que hace 16 años era ilegal haya gobernado en solitario desde hace 10 es bastante llamativo. Sin embargo, un mismo partido, el Liberal, viene gobernando en Japón desde el final de la 11 Guerra Mundial, y lo mismo ha pasado en Italia con la coalición dominada por la Democracia Cristiana, así como, por un periodo de más de 20 años, en Alemania. Japón, Italia, Alemania: tras una dictadura, el partido que dirige la institucionalización democrática tiene bastantes posibilidades de perdurar en el poder.Por las condiciones en que aquí se produjo el cambio de régimen tras la desaparición de Franco, el partido que dirigió la transición, UCD, en cuyo seno convivían opositores moderados y personal proveniente del franquismo, no podía desempeñar ese papel. Fue el PSOE el que lo asumió a partir de 1982. Para entonces se había convertido, junto con los nacionalistas vascos y catalanes en sus ámbitos respectivos, en el partido del antifranquismo por antonomasia. Ello tuvo poco que ver con la pizarra de Suresnes. Más bien lo que ocurrió fue que las circunstancias dejaron a los socialistas casi sin competidores.
Por una parte, la derecha era identificada por buena parte de la población con el régimen anterior: su incapacidad durante 15 años para encontrar un líder que no hubiera estado comprometido con el franquismo simboliza esa limitación de salida. Por otra parte, la consolidación del PSOE como alternativa coincidió con el inicio de la crisis final del comunismo -simbolizada por entonces por el golpe de Estado del general Jaruzelski en Polonia- y el estallido del PCE de Carrillo. Sin competidores capaces de hacerle sombra a derecha o izquierda, el PSOE disfrutó, pues, de unas condiciones óptimas para convertirse en el eje vertebrador del régimen democrático. Los apoyos de significados intelectuales liberales, de un lado, y de personas muy representativas del antifranquismo militante de los sesenta y los setenta, de otro, recibidos por el PSOE en vísperas de las elecciones del 28-O, expresan el reconocimiento social de esa óptima situación del partido de Felipe González a su llegada al poder.
Ese poder ha sido ejercido con más sentido común del que tal vez cabía esperar de unos jóvenes sin ninguna experiencia en la administración pública y muy marcados por las ideologías radicales dominantes en la oposición antifranquista de la que procedían. González confió la dirección de la política económica al entonces muy minoritario sector socialdemócrata de su partido, y evitó los riesgos asociados al expansionismo voluntarista que hicieron perder dos años al Gobierno de Pierre Mauroy en Francia. Entre esa línea y la ultraliberal de Thatcher, los socialistas españoles optaron por un modelo de reformismo moderado que intentaba combinar duras medidas de reconversión y modernización del sistema productivo con extensión de la protección frente a sus efectos.
El éxito de tal política habría de medirse a medio plazo en términos de crecimiento económico, considerado a su vez la mejor garantía de consolidación democrática, principal compromiso programático del PSOE en 1982. Esa combinación entre reformas económicas y estabilidad democrática reflejaba el temor de que una prolongación de la crisis económica tuviera efectos similares a los que en los años treinta acabaron con la II República.
Paradojas del periodo
Con la perspectiva de los 10 años transcurridos, el panorama es que, si bien el sistema democrático parece plenamente consolidado, ello se ha producido pese a la irregular trayectoria descrita por la situación económica; y que esa consolidación es compatible con el creciente desprestigio de los políticos y las instituciones políticas. El hecho de que la conmemoración coincida con un momento de tiempo nublado de la economía española nos ha evitado asistir al delirio de autosatisfacción que acecha siempre al poder (y del que en absoluto se han librado los socialistas). El principal argumento exculpatorio utilizado por ellos a la vista de la mala coyuntura y pésimas expectativas es que otros países atraviesan dificultades similares. Es cierto, pero dado que entre esos países los hay que han desplegado políticas económicas bastante diferentes entre sí, cabe concluir que la incidencia de la suya en el periodo de euforia de la segunda mitad de los ochenta tampoco debió de ser sustancial.
Sí lo fue, en cambio, en el deterioro del aprecio de los ciudadanos hacia las instituciones políticas y las personas que las encaman. Lo de menos es que las encuestas reflejen una paulatina pérdida de credibilidad de los Gobiernos de Felipe González: cualquiera que sea el signo de un Gobierno y la política que desarrolle, los ciudadanos tienden siempre a valorar su gestión de manera más crítica a medida que se aleja de su llegada al poder. Lo verdaderamente preocupante es que una mayoría de los que constatan ese deterioro lo atribuyen -según refleja el sondeo que hoy publica EL PAÍS- a la corrupción. En general, los dirigentes socialistas niegan que ese estado de ánimo esté justificado y tienden a atribuirlo a la maledicencia de la oposición o a la irresponsabilidad de los medios de comunicación. Es posible que en algún Caso se haya exagerado, acusado sin pruebas, inventado; pero si pese a ello han seguido produciéndose escándalos de significación tan transparente como el de Filesa y otros, ¿qué habría ocurrido si la oposición y la prensa se hubieran callado? La instrumentalización de las instituciones, del Tribunal de Cuentas a la Fiscalía General del Estado, producida para tapar esos escándalos revela, por lo demás, que no es sólo la supuesta financiación ilegal de un partido lo que está en juego.
El derrumbe de las ideologías producido en los últimos años ha afectado intensamente al PSOE. Por una parte, el criterio de eficacia ha sustituido a otros valores ideológicos (como el de la igualdad, la solidaridad, etcétera); por otra, se ha tendido a identificar eficacia con conservación del poder y a atribuir una valoración moral a ese objetivo. Ello ha provocado algunas distorsiones bastante inquietantes. Si el PSOE es el único partido capaz de afrontar el futuro de España; su política económica, la única posible, y su implantación, garantía última contra la disgregación de España, la conservación del poder se convierte casi en un imperativo de conciencia. Frente a tan altos designios, acusaciones como la de practicar el clientelismo político, ocupar las instituciones, utilizar la mayoría de manera sectaria en los medios públicos de comunicación, etcétera, pueden parecer minucias. Pero no lo son cuando de tales actitudes deriva un descrédito de la política como el que hoy se constata.
Pero es cierto que la democracia se ha consolidado, y que seguramente ése será el rasgo que los historiadores retendrán de este periodo. Haber sido capaz de repetir mayoría, evitando un movimiento pendular como el que hace 50 años produjo una dinámica que condujo a la guerra civil, fue tal vez el principal mérito del PSOE en el periodo 1982-1989. De la combinación parcialmente contradictoria entre consolidación del sistema y descrédito de las instituciones se deduce que la prueba decisiva para valorar la década socialista está por venir. Dependerá de su actitud para encarar su salida del poder. Como ocurrió en el caso de UCD, esa actitud iluminará retrospectivamente algunos aspectos que hoy resultan de dificil valoración.
Es el caso, por ejemplo, de la propia celebración de estos días. Que un partido en el poder conmemore su larga permanencia en él resulta de entrada bastante discutible, y podría ser motivo adicional de inquietud de no ser porque en las sociedades democráticas existen mecanismos capaces de equilibrar con el análisis y la crítica la tendencia del poder al ensimismamiento. Con ese objetivo y desde esa perspectiva publica hoy EL PAÍS un suplemento especial dedicado a estos 10 años.
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