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Hume y las Militancias

Decía el más grande filósofo del siglo XVIII, el escocés David Hume, que el mundo era todavía demasiado joven como para poder establecer sobre esa experiencia leyes de la política. Los que se sienten huérfanos de leyes seguras de la historia consideran esa opinión una muestra más de nefasto escepticismo. Otros echan las campanas al vuelo y se apuntan rápidamente a ese escepticismo. Se trata por lo visto de Fijar esta alternativa: el que quiera esperar el santo advenimiento, a resistir; el que quiera pintar algo y mandar lo suyo, acechanza y astucia. En realidad, la alternativa es falsa porque casi todo el mundo manda y resiste al mismo tiempo.Pero la idea de Hume me parece a mí más interesante en la medida en que supone que cuanto más legal hagamos nuestra historia, en el doble sentido de legítima y científica, mejor la iremos viviendo. De hecho, el filósofo británico escribió una exitosa historia de su país para exhibir la lucha entre los principios de la libertad y del orden hasta el momento de su necesario y satisfactorio equilibrio. Sin embargo, según él, el futuro permanece siempre abierto por lo que hace a la mejor manera de gobernar: "No sabemos con certeza qué grado de refinamiento es capaz de alcanzar la naturaleza humana en la virtud y el vicio, ni lo que a la humanidad puede deparar una gran revolución en su educación, costumbres y principios".

Es renovable en nuestros días la opinión filosófica de que la historia nos ha proporcionado un material empírico aún insuficiente y escaso como para hacer de la política una ciencia xacta, si es que alguna hay. La olución de Hume es en este punto muy similar a la que propone para la estética. Jamás habrá acuerdo universal en los gustos, cierto, pero también es verdad que en la mayor parte de las cuestiones ese acuerdo ya existe mucho más allá de las cuestiones disputadas. En política pasa lo mismo. La experiencia ahí no es tan corta como para que no podamos aplicar en muchos casos -afirma Hume- consecuencias cuasi matemáticas. Un importante giro de tuerca ajusta, así, la función de la historia. Ya no es maestra de la vida, como querían con evidente exceso los antiguos, puesto que en ese negocio el individuo está solo ante el peligro y no encuentra en la enseñanza histórica agarraderas suficientes. Bien, no importa. La historia pasa a cumplir el papel más parcial y modesto, pero general y eficaz, de maestra de la política.

En cuanto a la esperable gran revolución hay que permanecer a la escucha de noticias. De momento no se vislumbra, a no ser que... ¿Y si ya se hubiera producido y estuviéramos en plena expansión de ella, viviendo sus episodios sin clara conciencia de vivir un tiempo revolucionario? ¿Y si no hubiera instante decisivo, sino un tiempo largo de cambio? ¿Y si los cambios sociales no supusieran la segura salvación, sino nuevos marcos de valores? ¿Y si los individuos y las generaciones se ven constreñidos a revivir esos valores a la búsqueda de su propia e intransferible revolución?

Ésas son cosas por las que no se preguntó Hume, pero que han preocupado a gran parte del pensamiento europeo último. Se observa hoy una convergencia entre dos actitudes otrora encontradas: cierto sentir europeo que se basaba en el supuesto de que el individuo no era el sujeto histórico -porque lo era la clase social o la nación- está abandonándolo para acercarse a la teoría clásica de que el sujeto es el individuo, y por lo que toca a los asuntos públicos, el ciudadano y la ciudadanía. Difícilmente puede considerarse conservadora esta actitud, propugnada en gran manera por la filosofía de Hume. Como recuerda Josep M. Colomer muy oportuno, las ideas de Hume sirvieron tanto a la legitimación y estabilidad de la monarquía Hannover en Gran Bretaña como al desarrollo de las ideas de izquierda, a través del utilitarismo de J. Bentham.

Los ensayos político-históricos de Hume, tan influyentes Hace ahora 250 años, cobran ictualidad porque muestran órno el radicalismo teórico, jue descree de la objetividad pura y dura, es compatible con cualquier militancia. Es casi increíble que entre nosotros haya podido prosperar la tosca idea de que sólo la creencia en la determinación histórica podía fundar la confianza en una militancia progresista. Por el contrario, la ola de individualismo que nos invade tiene algo que ver, me parece, con la economía liberal que predica la competencia, pero mucho más aún con la necesidad de fortalecer el lugar del sujeto y sus opciones. Como opciones son siempre más débiles que algunas grandes líneas históricas en las que se inscriben, pero son con todo lo bastante firmes como para oponerse con éxito al irracionalismo colectivista, economicista, fundamentalista, venga de donde venga.

Pero hay gentes que no se resignan a perder las ilusiones de una formación equivocada. Incapaces de sustituir el relato mítico en el que cimentaban la pasión de su militancia, niegan la pasión y niegan la militancia. O bien: incapaces de asumir la realidad concreta -a la que decían obedecer-, se abandonan a un amargo activismo, desinteresado y admirable a veces, pero casi siempre autodestructivo. Se proyectan así a las zahúrdas del desencanto o, lo que es casi peor, a esa brillante cuanto engañosa cumbre que es la militancia de la militancía: como si del poder cínico a esas zahúrdas y cumbres no hubiera un trecho intermedio.

¿A cuánta gente vamos viendo que en vez de militar en la ciudadanía se va gestando en cruzadas diversas (políticas, sexuales, religiosas) para que otros, más febles o más limitados, encuentren un decoroso acomodo en la vida? Porque lo pavoroso de la militancia es que su ejercicio y aun el sacrificio de lo propio a una determinada causa no nos asegura el tener razón, sino sólo el sentirnos justificados. Y no quisiera colaborar en el absurdo de que la militancia lo es siempre de oposición, de alternativa, de marginalidad, y de que en el poder no se milita, sino que se manipula y se hace burocracia. Yo he estado, como tantos y tantas, en docenas de iniciativas inciertas en las que en la penumbra de destartaladas trastiendas era difícil distinguir de qué iba cada quien y quién era quien te iba a manipular. Pero también me he levantado alguna vez en medio de los palacios votando en solitario, según mi opción. En todas partes he visto la misma ansiedad y la misma intensidad por ganar y por obtener legitimación. No sólo nos acunan con cuentos, como dijo el poeta, sino también con una amplia gama de pasiones bajas, medias y altas por medio de las cuales se deciden las luchas de la vida y la producción de los bienes comunes. La pasión militante es compatible con cualquier posición de poder. Lo que pasa es que muchos y muchas confunden la militancia en su militancia con la posición correcta y racional.

Lluís Álvarez es profesor de Filosofía y de Estética en la Universidad de Oviedo.

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