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Elogio del materialismo

Fernando Savater

En este país de embobadas Blancanieves en el que vivimos suele confundirse a unos enanos con otros: a Gruñón, por ejemplo, siempre le toman por Sabio. Y la falsa sabiduría del Gruñón, dale que te pego con la misma monserga: "¡Demasiado materialismo!, ¡la culpa de todo la tiene el materialismo rampante!". No me pregunten por qué, pero para Gruñón el materialismo tiene que ser nada menos que "rampante", como los leones sobre campo de gules. Y al pobre Sabio, que dice que no con la cabeza, que no hay materialismo por ningún lado, qué más quisiéramos, le confunden los rampantes y sonantes con un Mudito de orejas recortadas...¿Materialismo? Es la intuición del niño de cinco años: le ofreces un billete de 5.000 pesetas o un caramelo de dos gustos y coge el caramelo. Entonces el papá idealista le educa para lo sublime: "Pero ¿no te das cuenta de que con el billete puedes comprarte muchos caramelos como ése?". El joven materialista vacila, considera la lata que supone salir a la calle para ir a la confitería (y todo con la boca aún llena de juguillo), pero por fin se decide, pilla el billete y echa a correr. "¡Alto, inconsciente!", truena jupiterino el paternal idealista, "¿vas a gastártelo todo de golpe en caramelos, sin más ni más? ¿Acaso no querrás el verano que viene comprarte helados y te vendrá muy bien tener dinerito? Y ¿no prefieres ahorrar para una buena bici?". El niño, si tiene auténtica vocación materialista, comprende la trampa, resigna el billete con un sardónico "anda, guárdamelo tú" y se va a ver en la tele dibujos animados; pero si lo suyo es el idealismo, se compra una hucha.

Respecto a la afición al dinero, corren dos bulos propalados por los gruñones: que es un vicio característico de nuestra época y que se trata de un grave síntoma de materialismo. Respecto a la antigüedad del ansia de dinero, cabe señalar que siempre ha sido referida por los cronistas como desmesurada y fatal. Desde que los poetas griegos se lamentaban exclamando "jrémata áner" ("el dinero es el hombre"), pasando por Juvenal, Quevedo, Balzac y todos los demás, no hay constancia de ninguna época desde la apari ción de la moneda en la que no se haya deplorado su fascinación funesta y su creciente influjo deletéreo en los asuntos sociales. Nadie se ha quejado nunca de que la gente hubiera perdido interés por el dinero: de todas las instituciones humanas, es la única que jamás ha conocido atisbo de decadencia. Lo más que puede señalarse es que la cosa empezó como una becerrada, aunque el becerro fuese de oro, pero ahora ya es una corrida de seis toros con picadores.

Sin embargo, de materialismo nada. Si algo caracteriza al humildemente sabio materialismo es su vocación de satisfacciones corpóreas, palpitantemente sensoriales en el ahora, y su poca imaginación para las recompensas futuras que han de tener las renuncias presentes. El dinero es teológico porque su gracia es siempre promesa para el futuro, posibilidad de goces que vendrán, preferibles por definición a los que hay ya al alcance de la mano. Y es que fantasear deleites virtuales harta menos que arriesgarse a disfrutarlos cuerdamente. Las sociedades tradicionales se quejan de que el dinero corroe las solidaridades tribales, al brindar al individuo un seguro personal que le hace desinteresarse del respeto a lo colectivo, nacido no tanto de la hermandad con los vecinos, sino de la zozobra ante el "¿qué va a ser de mí?" individual. Y las religiones condenan el dinero como principal competidor inmanente en la venta de parcelas de futuro, cuya exclusiva administración trascendente se arrogan. La evolución del dinero se va alejando cada vez más del oro primigenio para convertirse en crédito, es decir: en fe en lo que no vimos, con lo que la competencia intereclesial aún se agudiza más. Pero ¿qué tiene que ver esto con el materialismo, tan apegado a lo inaplazable, tan sensorialmente compensado por lo inmediato y tan desconfiado respecto a los goces de nunca llegar?

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Dice Gruñón (y le toman por Sabio): es la sociedad actual la materialista y obliga a la gente a materializarse, como ectoplasmas sugestionados por el sistema. Ojalá fuera así: pero nada, claro. A las pruebas me remito. ¿Cuál es la sociedad más desalmadamente materialista? Gruñón: sin duda la norteamericana, de donde por definición proviene todo mal y decadencia. ¿Quién encarna mejor que nadie las robóticas leyes de tal materialismo atroz? El infumable yuppy, cretino de metacrilato, exportado desde el corazón del imperio a todos los países que se dejan y cuyo egocentrismo puede llegar tranquilamente al crimen por acción u omisión, al asesinato tipo mastercard. Su crónica: la novela American psycho, de Bret Easton Ellis, una alarmante joya de la literatura involuntariamente teológica (denostada, lo que no deja de ser buena señal, por novelistas y novelistos patrios que aún se debaten sin éxito con la sintaxis o confunden estilo con el abuso chabacano del diccionario). Pero veamos más de cerca. El protagonista de esa novela deambula sin objeto entre emblemas de objetos, regido exclusivamente por la marca de las cosas, por el prestigio propagandístico de los sellos comerciales, por los indicios convenidos y atropelladamente cambiantes de status, por la obligación de estar y tener al modo que el conciliábulo de los demás -a los que, sin embargo, cree despreciar- consideran apreciable.

Se pasa la vida esperando mesa en restaurantes recomendados por dioses menores, cuya bazofia caprichosa apenas prueba y ni sabe ni puede degustar. Ingiere epilépticamente fármacos que le alteran sin conmoverle ni despertarle: el pobre busca tregua, pero supone que quiere marcha. Macera higiénica y gimnásticamente su cuerpo no para el placer, sino para la representación del placer: en el fondo, lo único que logra a placer es sufrir. De quienes le rodean sólo es capaz de percibir la etiqueta del pañuelo, de las gafas, del reloj o de la blusa; finalmente, despedaza sus cuerpos y se embadurna de entrañas buscando siempre más abajo algo realmente vivo en donde descargar su frustración servomecánica. Pero a él todo lo que es materia se le reduce a lo inerte, nada sabe del cuerpo como "un espacio y un tiempo en el que tiene lugar el drama de la ener-

Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior gía", según la hermosa visión de Valéry. Trufado hasta la médula de convencionalismos estériles y repetitivos, conoce el agobio de los padecimientos, pero no el juego carnal de las emociones, el lazo consciente entre vida y vida. A fin de cuentas, ya no quiere sino castigo, que alguien desde fuera le comprenda y le suprima, pero hasta eso le es negado: ni vivo ni muerto, ni absuelto ni condenado, ha de proseguir su lujoso calvario. ¿Qué tiene que ver este atribulado fanático de abstracciones insustanciales, este integrista del culto a los rótulos y el qué dirán que confunde las verdades de la carne con la pringue de la casquería, con el alegre y prudente materialismo?

¿La diferencia entre idealismo y materialismo? En política, por ejemplo, el idealista rechaza a un candidato porque fornica con quien no debe, y el materialista, porque firma una sentencia de muerte, aunque digan que es lo debido. Los idealismos de banderitas, patronímicos y ortodoxias celestiales enfrentan a los hombres, pero el materialismo del gozo y la piedad por los cuerpos los emparenta universalmente. Ante los maniáticos idealistas que creen irreductibles los antagonismos entre humanos por sus distintas concepciones del mundo, el gran Ernest Gombrich responde: "En efecto, hay pueblos cuyo arte conoce la perspectiva y otros cuyo arte no la conoce, pero unos y otros, cuando quieren esconderse, ponen su cuerpo detrás de una columna...". Y la verdadera solidaridad es de raíz materialista: Rousseau comprendió para siempre lo intolerable de la sociedad en que vivía al ver a un criado agachado cuyo cuerpo servía de escabel al terrateniente gordinflón para subir a su caballo. Contra la exasperación idealista de ansiedades por la seguridad, el consumo, la acumulación, el prestigio, la utopía, la identidad, etcétera, la receta materialista para aprender a disfrutarlo todo es no esperar nada. Así que el pelma de Gruñón deplora el materialismo en que vivimos, mientras el Sabio sensato lo echa de menos a su alrededor y, discretamente, lo practica todo lo que puede.

Fernando Savater, escritor y filósofo, es catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco.

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