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Reportaje:

El declive de un imperio monetario

Domingo, 15 de julio de 1971. El entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, interrumpe sus vacaciones para anunciar, oficialmente, el entierro del sistema monetario internacional que -con el dólar como eje y puntal de un esquema de tipos de cambio fijos- había impulsado la recuperación económica de Europa, Estados Unidos y Japón tras la II Guerra Mundial.La onza de oro dejó de costar, desde ese día, los emblemáticos 35 dólares que se fijaron en la localidad estadounidense de Bretton Woods en julio de 1944. Aunque hacía tiempo que tal convertibilidad era poco más que una promesa, el reconocimiento oficial supuso -como casi siempre- un cambio radical en las ideas dominantes y otro, sólo de matices, en la práctica habitual. Murió el rey de los tipos de cambio fijos. ¡Viva el rey de los variables!

Justo 20 años después, el brindis por el nuevo rey queda apenas como un canto al sol. Es cierto que ninguna moneda de curso legal -ni ningún invento, como los derechos especiales de giro (DEG) o el Ecu- ha conseguido suplantar el liderazgo del dólar, pero las supuestas ventajas de la flexibilidad total del tipo de cambio para equilibrar las balanzas de pagos no han hecho acto de presencia.

Tres áreas

A cambio, las economías se han reordenado en tres áreas de influencia, con el dólar, el marco y el yen como puntales. El área de influencia del marco -el Sistema Monetario Europeo- es el único que ha optado por un esquema de tipos de cambio fijos. El ahora limitado liderazgo del dólar, a cambio, está sujeto a la fluctuación de su cotización en los mercados de cambio, tal y como han podido experimentar en carne propia los países latinoamericanos que soportaron la crisis de la deuda.En cualquier caso, ya desde 1985 con el acuerdo del Louvre (Francia) los países ricos -ensamblados en el Grupo de los Siete- intentan coordinar sus políticas económicas para evitar bruscas fluctuaciones de los tipos de cambio. Aunque esa coordinación es tanto más improbable cuanto más acuciantes son los problemas que debe solucionar, hace años que los bancos centrales intervienen de forma coordinada cuando una de las divisas importantes atraviesa un momento dificil.

Esta tarea de coordinación es innecesaria con tipos de cambio fijos y una moneda fuerte -apoyada en una economía sin problemas- que sirva de anclaje para las restantes. Esa es la clave del Sistema Monetario Europeo (SME) y fue la situación oficial del dólar hasta el anuncio de aquel 15 de agosto de 1971.

Ya en 1967 -cuando el Reino Unido decidió devaluar la libra esterlina, que compartía con el billete verde un precio fijo con el oro- el final de la hegemonía del dólar era patente; pasó a ser obvia desde marzo de 1968, cuando se instauró un doble mercado para el oro que eximió a la Reserva Federal de la obligación de pagar la onza de ese metal al reducido precio de 35 dólares; y fue finalmente asumida el 15 de agosto de 1971, cuando Richard Nixon decidió que "ni Bretton ni Woods".

Triple objetivo

El acuerdo firmado un año antes del final de la II Guerra Mundial en un pueblecito costero del estado de New Jersey tenía como triple objetivo impulsar el crecimiento económico, fomentar el comercio internacional y evitar las crisis económicas que sacudieron a las economías occidentales en el período de entre guerras.Tuvo éxito en esas tres funciones durante los años en los que Estados Unidos era, imbatible, la economía más fuerte y su divisa la moneda del mundo. Falló cuando esa fortaleza, que había garantizado el liderazgo del dólar, empezó a estar respaldada únicamente por la confianza que el resto del mundo depositaba en el billete verde.

Y tal confianza no era escasa. En las dos décadas que transcurrieron entre la puesta en marcha del Plan Marshall (1948) y la aceptación de la doble cotización del dólar sobre el oro (1968), los billetes -de dólar- residentes en Estados Unidos pasaron de 24.600 millones a 10.400 millones, mientras que el resto del mundo llegó a tener 35.700 millones frente a los 6.400 millones de 20 años antes. El mundo, o sea, Europa -principalmente la RFA- y Japón, pagaron durante los últimos años de vigencla del sistema de Bretton Woods los déficits -exterior y público- de EE UU.

El dólar era, al mismo nivel que el oro, la moneda de reserva. Los gobiernos del resto del mundo se obligaban a mantener la cotización de su moneda dentro de un margen de fluctuación del 1% respecto al dólar, y podían incluso pedir autorización internacional para una devaluación o revaluación si sus economías atravesaban graves dificultades.

Todo iba bien mientras el único país con dólares, oro y capacidad de compra era Estados Unidos. Los milagros japonés y alemán deben mucho a los divinos consumidores estadounidenses.

El día que éstos empezaron a mirar con resquemor los coches Toyota o Volkswagen que circulaban por Detroit, el óxido atacó el enlace del dólar con el oro. Ese mismo día, además, los europeos empezaron a pensar que sus divisas no eran peores, que la fortaleza del dólar era ficticia y que estaban pagando a Estados Unidos su despilfarro en Vietnam.

Abandono

Unos y otros volvieron la vista hacia su país y pensaron que la solución a todos sus males pasaba por abandonar el sistema de tipos de cambio fijol. La nueva idea era dejar que el cambio de una divisa por otra se convirtiese en un precio más. Ese precio ajustaría la balanza comercial de cada país y eliminaría la subvención que una moneda sobrevaluada -como el dólar de Bretton Woods- tiene a la hora de importar bienes de otros países. No era una mala idea, pero como se olvidaron de los movimientos de capital, la flexibilidad de los tipos de cambio no ha llevado a ese mundo de perfecto equilibrio. En buena medida porque éstos tampoco son tan flexibles.

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