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Rosana Lobo y Julio Moya, dos generaciones de taquilleros de cine
Rosana Lobo sólo lleva unos meses tras el cristal de su taquilla de cine moderno, mientras Julio Moya ha pasado medio siglo despachando entradas. Entretanto, las salas cinematográficas han cambiado de apariencia, se esfumaron el No-Do y las propinas, ha nacido y muerto un olimpo de estrellas, y hasta el público parece ser menos iracundo en la dura espera de las colas de los 100 cines que tiene nuestra ciudad.
"Aunque nunca he aparecido en la pantalla, me crié en el cine". Julio Moya podría hacer suya esa frase con la que F. Scott Fitzgerald abre una de sus mejores novelas, El último magnate. A finales de los años cuarenta, la cartelera española se nutría de Florián Rey, Alfredo Mayo, Jorge Mistral, Rafael Durán, Aurora Bautista, y la novia del celuloide, Amparo Rivelles. En 1948 Rita Hayworth acababa de rodar Gilda, Ava Gardner debutaba con Forajidos y la mitomanía moldeaba una leyenda rubia en forma de calendario llamada Marilyn.Julio Moya entraba en su estrecha sede laboral con 13 años. "He pasado media vida en un metro cuadrado. Sin librar un solo festivo y con un horario tremendo". Un oficio de bustos servidores que nuestro taquillero ejerció en salas tan estratégicas como los cines Callao, Palacio de la Prensa o Bilbao. "Recuerdo el alboroto de los estrenos y títulos de éxito, Como te quise te quiero, Débil es la carne o Como dos gotas de agua, de Pili y Mili. No he sido muy aficionado al cine".
Refugio de pasiones
Para el taquillero la pantalla era el pedazo de calle que alcanzaba a ver desde su ventanuco. "Había que vender 1.700 entradas, como si llenar el cine fuera responsabilidad nuestra. Butaca, dos pesetas. Entresuelo, 1,75".Eran tiempos de No-Do, crujir de pipas y caricias en la fila de los mancos. Cualquier lugar oscuro servía para dar rienda suelta a la pasión, y los palcos de los cines se convertían en íntimos meublés. Julio Moya conserva la discreción del empleado ejemplar, y entre dientes relata adúlteras peripecias. "Más de una vez hemos tenido que ir de palco en palco avisando a algún señor, perseguido por su legítima esposa. Fueron buenos tiempos, conocías a los clientes y la Gran Vía era una preciosidad. El trabajo es duro y desagradecido, pero a los 40 años te das cuenta de que no sabes hacer muchas más cosas. Las taquilleras se entretenían tejiendo, y nosotros, fumando. Los domingos le daba una entrada a mi novia, procurando colocarla entre dos chicas".
Modestia aparte, Julio Moya intentó tronchar el brazo a un atracador armado. "La policía me dijo: usted está loco. Nunca consentí que robaran a quien estaba sacando las entradas, y a quien se colaba le daba las peores localidades".
Visitamos a Rosana Lobo cuando apenas lleva un mes en las taquillas de los cines Renoir. No tiene que humedecerse el pulgar buscando la fila deseada. Ahora basta con apretar un botón y las modernas ranuras escupen el billetito.
El primer día estaba más nerviosa que una novia, "obsesionada por controlar el aforo para no vender más entradas de la cuenta, no confundir las sesiones, las películas... Luego ves que no es tan complicado".
Con 18 años, ha dejado pocas películas por ver gracias a que su padre trabaja en una distribuidora, su hermano tiene un videoclub y su hermana también es taquillera.
Forma parte de una nueva generación que se entiende mejor con la concurrencia. "Yo, de pequeña, a las taquilleras las veía viejas, solteronas y muy cascarrabias. Aquí te tratan bien, incluso creo que hasta se liga. A veces te invitan o te preguntan tu hora de salida y yo paso una vergüenza increíble".
De momento está satisfecha de su empleo y lo atiende con afán. "Sólo por el placer de tener mi propio dinero y poderme sacar el carné de conducir".
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