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Tribuna
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Suspiros de España

No importa su nombre, su oficio ni su edad, sino su trayectoria veraniega, desde que concibió el proyecto hasta que se ofreció públicamente como testimonio y advertencia de que España, que ya había carecido de siglo XVIII, comenzaba ahora a correr el riesgo de quedarse igualmente sin siglo XXI.Fue como si también a él lo hubiese alcanzado la fúlgura de la historia, porque todo se inició de repente la tarde en que, después de una polémica montaraz con los compañeros de julepe sobre las esperanzas de España en el Mundial, de Perico en el Tour y de Curro y Paula en las próximas de San Isidro, donde defendió sus conjeturas hasta la ofuscación y la ronquera, se retiró exhausto y despechado a un rincón, abrió al azar un periódico y se enfrascó en un largo informe sobre el espíritu de la nueva Europa. Vio a un primer ministro acudiendo a una cumbre en bicicleta, a un eurodiputado en chándal, a un jefe de Estado en cuclillas dando de comer a los patos, a un grupo de ecologistas salvando a una ballena, a un profesor de Oxford con toga y birrete ayudando a un niño a volar una cometa, y entonces descubrió que su ira se iba sosegando en un idílico remanso de paz. Leyó un artículo, que le resultó intrincado, sobre las futuras relaciones entre el marco y el ecu; leyó otro sobre las previsibles afinidades de los países de la EFTA (y era la primera vez que reparaba en estas siglas) con los de la CE; leyó frases como "estatuto de ciudadanía europea", "marco de seguridad estable", "aventura colectiva", y de pronto tuvo una visión clara y distinta del tiempo histórico que le había tocado vivir, y un trémolo efusivo le subió del estómago, le anudó la garganta, le empañó los ojos y, como un relámpago, le esclareció por un instante los más recónditos abismos de la conciencia.

Debió de ser una revelación, quizá larga e inadvertidamente incubada, porque al punto se sintió avergonzado de sí mismo, de la vida turbia y grosera que llevaba, y en un segundo (como Pablo de Tarso, como el Memnón volteriano) decidió convertirse en el hombre nuevo que en el fondo siempre quiso ser: europeo, cívico, progresista, solidario, ejemplar. Recordó que ya había experimentado una vehemencia semejante en 1977, cuando las primeras elecciones generales, y sobre todo en 1982, tras la victoria socialista. Pero luego ocurrió, pensaba amargamente ahora, que la democracia, que es un arte de convivir, en España conserva aún algo de creencia, quizá porque varios siglos de despotismo han enseñado que el poder público participa siempre del divino, y por eso muchos se entregaron a la democracia con la misma devoción que a la patroncita local y milagrera, confundiendo así la religión con la política, y claro, como ahora no llueve, ya están pensando por ahí en ir a echarla al río. "Y es que España sigue siendo fatalmente un país religioso", fue la conclusión de aquel rapto de fervor europeo.

Luego, todo fue muy rápido, como requieren estos tiempos. Según su proyecto ganaba en vigor y hondura, se le fue viendo menos por el café donde todas las tardes se reunía con lo que él llamaba la tertulia, y su mujer los amigotes, a jugar al subastado o al julepe, y cuando concurría era sólo para escuchar, risueño y deferente, los rijosos pleitos futboleros y taurinos o los veredictos políticos, siempre breves y catastróficos, o ceñidos chuscamente a las corrupciones y marrullerías del poder. Comenzó primero por renunciar a la faria; luego, al sol y sombra (que sustituyó por un insólito té con limón); luego, al palillo entre los dientes, y finalmente, a los naipes. Le parecía que la bebida, el juego y el tabaco suponían usos bárbaros heredados de una sociedad cuyo anacronismo resultaba escandaloso ante el empuje de la Europa ilustrada, saludable y gentil que ya se avecinaba. Siguiendo el mismo plan de renovación, eliminó la siesta, y con ella todas sus viejas y charras aficiones. Canceló la lectura del diario deportivo, y ahora, en vez de pasar a manotones las hojas para ir a engolfarse en las secciones futbolísticas, taurinas y televisivas, se detenía largamente en las de política internacional y economía y en los editoriales y artículos de fondo. Leía despacio y subrayando, y a veces suspendía la lectura para ordeñarse reflexivamente la barbilla.

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Estupefactos estaban su mujer y su hijo. En pocos días, de ser brusco y torvo, se había vuelto templado y circunspecto, y mientras su proyecto se mantuvo vigente no volvió nunca a alzar la voz, a especiar las comidas, a blasfemar contra el Gobierno, la juventud o los vecinos, a sorber la sopa o a rascarse ostensiblemente la entrepierna. Ya no se tumbaba en el sofá las tardes de domingo para seguir a todo volumen las retransmisiones deportivas y corear los goles propios y clamar contra los adversos, y ni siquiera veía ya los resúmenes de los partidos y aún menos escuchaba las peloteras y simplezas de los programas radiofónicos de medianoche. Al contrario: ahora cabeceaba mucho e intentaba dialogar con su hijo y con su mujer y contagiarlos de su armonía espiritual. Los gestos desaforados se habían atenuado en discretos ademanes que apenas subrayaban los razonamientos, y el mismo tono de la voz abandonó la gruesa facundia y se fue desmayando en un susurro conciliador que nunca perdía la calma olímpica. En casa y en la tertulia, al menor resquicio hablaba de la reunificación alemana, del dilema entre federación o simple confederación, de las oscilaciones en Tokio o Wall Street, de Jacques Delors, del ocaso de los nacionalismos, de Estrasburgo y Liechtenstein, del Tratado de Roma, de la degradación de la Amazonia, del Bundesbank. Y, claro está, del siglo XVIII. El siglo XVIII fue su mejor y más triste obsesión. Se lamentaba de que en España el tono de aquella época no lo hubiesen dado las luces de la Ilustración, sino los bandoleros y los clérigos. Pero ahora, dos siglos después, he aquí que se nos brindaba de nuevo la ocasión histórica de liquidar las últimas brumas de nuestro oscurantismo y de abrir las puertas al aire purificador de la razón y la concordia. En el humazo farruco y viril de aquel ambiente, su voz adquiría tintes proféticos: "El fin de la tauromaquia está cercano", decía; "en la nueva Europa no habrá sitio para la barbarie". Los otros lo escuchaban cabizbajos, suspensos, socarrones. Pero él, inflamado de civismo, continuaba adelante con su proyecto de regeneración personal. Empezó a escuchar a Wagner y a Mozart, y durante aquel tiempo no volvieron a sonar en casa sevillanas, boleros o zarzuelas. Se apuntó a u n curso por co

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Se apuntó a un curso por correspondencia de inglés y a otro de alemán y a todas horas se oía la tarabilla de sus frases animosas y enfáticas. Leía, ceñudo y trascendente, a Mammarella, a Togendhat, a Caldocoresi, y también, como un escolar retrasado, a Diderot, a Tocqueville, a Keynes, a Wittgenstein. No volvió a contar chistes ni a querer escucharlos. Se reconcilió con 1992, y atribuyó a su individualismo selvático el rechazó pueril de toda empresa colectiva. Y para no descuidar tampoco los sucesos de política interior, se dio a seguir y a analizar los debates familiares del PSOE, que hasta entonces había rehuido por la misma causa por la que no le atraían los consejos de administración de una empresa privada, ni los chismes de sus ejecutivos ni la salmodia de sus portavoces. Inútilmente buscaba contenidos ideológicos o morales bajo aquel fárrago de declaraciones, desmentidos, ponencias, reproches, traiciones y lealtades. Pero se acordaba de la patroncita y continuaba adelante con el estudio del debate. "La modernidad tiene un precio", se animaba cuando creía sucumbir a aquel tedioso laberinto de guerristas, felipistas, solchaguistas y semprunistas, que a veces le recordaba sus viejas trifulcas de julepe.

Pero superó también esa prueba. Ahora se sentía, en efecto, un hombre renovado, y más cuando salía al atardecer enfundado en un chándal, con una cinta en la frente, y se acercaba a un parque próximo a darse un trotecito, del que volvía rejuvenecido y con nuevos ímpetus para perseverar en su afán. Y cuando concluyó el Tour y apareció la Liga en lontananza, él ya tenía a punto su propio calendario alternativo. Lo expuso en la tertulia el último día en que apareció por allí con el Times bajo el brazo. Alguien comentó los encuentros decisivos del campeonato y él aprovechó la ocasión para enumerar de carrerilla su repertorio de fechas memorables: en septiembre, el Parlamento Europeo celebraría en Estrasburgo (y pronunció a la alemana) un pleno dedicado a la ayuda a Europa Central y del Este; en octubre, coincidiendo con la apertura de la veda del conejo, habría elecciones en los cinco Iäder de la RDA; en noviembre, cumbre de la CE en Roma y de la CSCE en París, y el 13 de diciembre (y aquí alzó la voz con un quiebro emotivo), conferencia intergubernamental de la CE sobre la unión económica y monetaria, y un día después, sobre la unión política, y al otro, cumbre de jefes de Estado y de Gobierno para sellar los acuerdos finales . "Ésos son los encuentros decisivos", dijo exultante, y se levantó, y ya desde la puerta, enarbolando el Times: "Esos son los encuentros donde no hay adversarios ni derrotas, sino victorias seguras para todos", y se marchó, dejando a la cuadrilla entre confusa y consternada.

Luego, durante algún tiempo, no volvió a saberse del él, salvo rumores. Se decía que preparaba una expedición familiar al festival de música de Salzburgo, que se había hecho medio vegetariano, que se le había visto con una pancarta en una manifestación a favor de las focas y que al atardecer se le podía encontrar por el parque trotando al ritmo de óperas y sonatas, o leyendo tratados económicos y políticos bajo la penumbra de los tilos. No se sabe bien qué ocurrió después, ni en qué momento, ni cuál fue el detonante para que, con la misma urgencia con que había concebido su programa de regeneración, los viejos hábitos fuesen regresando y ocupando sus lugares de siempre.

Una tarde de finales de agosto, cuando el conflicto del Golfo parecía haber llegado ya a un punto irreversible, volvió por la tertulia y se sentó en el sitio de costumbre. Encendió la faria, recreándose en la faena, y después de embuchar el sol y sombra de un solo golpe de muñeca, proclamó que no estaba allí por su voluntad, sino porque la historia lo había arrastrado en su vorágine hacia la desolación de aquellas playas. Alguien comentó que había mucho de mito en todo eso y que, en cuestiones sobre ser europeos o españoles, aquí seguíamos enredados en el rancio extremismo unamuniano, e inició enseguida un dictamen sobre las consecuencias de la unión alemana. Pero él cortó el discurso afirmando que celebraba a Alemania más por su fútbol que por su reunificación. Luego alcanzó un palillo, pidió la baraja y, antes de repartir suerte, se ofreció como testimonio de que en España la modernidad sólo existía como apariencia, y que sólo un milagro de la patroncita podía evitar que, entre tanta desidia e impostura, ocultas bajo los cabrilleos de un barniz tecnológico, nos quedáramos también sin siglo XXI.

Luis Landero es escritor.

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