La tarde más larga
Alrededor de la plaza de Las Ventas el bullicio comienza cuatro horas antes de la corrida
Una tarde de toros en Madrid es una tarde muy larga. Empieza después del mediodía y termina en las aceras de la madrugada de la calle de Alcalá. Dejando aparte el trabajo de los apoderados y de los especialistas que sopesan por las mañanas las calidades del astado, para la afición los toros se mueven en el espacio de la tarde. De la tarde que aspira a ser infinita. Alrededor de la plaza el bullicio comienza a partir de las tres de la tarde.
Entre las tres y las cuatro de la tarde, la explanada de la plaza de Ventas se va poblando de pequeñas islas donde los tenderos de ocasión exponen sus mercancías de ocasión. Cintas de flamenco a precios ventajosos, gorras de san Isidro blanquinegras, cartones de banderillas con los colores patrios, abanicos y capotes, sombreros jerezanos, pipas, cacahuetes, relojes y carteles de corrida que un vendedor ambulante va voceando por un asfalto fundido a la temperatura de 40 grados centígrados. No hay mucha gente, un centenar de personas a lo sumo, pero todo ello parece un ensayo general de lo que vendrá a continuación.Después de las cuatro de la tarde, el paisaje cambia. La corrida no empieza hasta las siete,pero la pasión no puede esperar tanto. Los aficionados van llegando y se van refugiando de un sol acostumbrado a mandar en la fiesta. Bajo el monumento al Yiyo, una partída de jubilados se protegen en su sombra alargada. Hay otros monumentos en la explanada uno de ellos dedicado al doctor Fleming, pero no tienen tanta sombra. Un par de grupos de mendigos profesionales se alberga en los soportales delanteros del edificio de la plaza.
25.000 apasionados
De Torres, la cafetería fina situada en uno de los rincones estratégicos, ve llegar a los primeros taurinos de postín. Taurinos de postín son los que tienen entrada. Las Ventas tienen cabida para 25.000 apasionados. Muchos otros vagabundean por los alrededores a la espera de un regalo o de simple cháchara. Son los que ponen conversación en el ambiente. Se van juntando en las afueras de la puerta principal de la plaza, la puerta grande, y dejan en el aire espejo juicios generales sobre la torería.Mientras los que entran en De Torres piden su café, su copa o su manzanilla, la explanada se va cortando de murmullos rápidos que suenen como disparos apagados en los oídos del peatón distraído. Son los profesionales de la reventa. Aparecen por un costado o por detrás, nunca de frente, y sueltan "tendido tal y tanto". Son gente morena, con un achinamiento peculiar de los ojos y se mueven con una estrategia de apoyo mutuo. Cuando llega la policía, la policía no les ve.
A las seis, el movimiento en torno a la plaza se aproxima al apogeo. Hay dos zonas de intensidad. La primera es la puerta de caballos, por donde entrarán los diestros y sus cuadrillas. Ahí se va formando un callejón de curiosos que no entrará en la plaza. Pero, al menos, verán a sus mitos. La otra es la puerta de arrastre. La puerta de caballos y la puerta de arrastre trazan una diagonal que separa al gentío, a la pobreza, a los que vagabundean tras una entrada perdida, a los vagabundos profesionales, a los viejos con los bolsillos vacíos, del ambiente exclusivo que se mueve por la trasera con aparcamientos reservados y grandes coches que depositan a la gente bien.
En los alrededores de la puerta de arrastre, a lo largo de la sombra de los jardines de detrás, se ha ido formando una hilera de espectadores atentos cuyo objeto no es otro que contemplar a la gente que se baja de esos magníficos automóviles y que suele entrar por la puerta exclusiva. De los Jaguar, los Volvo, los Mercedes, los BMW y hasta de algún Chevrolet plateado, bajan perfectos caballeros y damas con mechas. En De Torres, los caballeros imitaban el aire ganadero y las señoras el aire gitano. En la puerta de arrastre, los caballeros se imitan a sí mismos y las señoras huyen de lo oscuro. Prefieren el pelo rubio, los vestidos de colores crudos, los adornos discretos. Llevan la melena suelta y el cuerpo rígido.
A las 18.30 llegan a la puerta de caballos las primeras cuadrillas. Dos policías a caballo despejan el camino de entrada. El personal se amontona. Un hombre de aspecto oscilante, camisa a rayas extremadas, gorra y con un estómago acostumbrado al líquido, ayuda a los policías. Es uno de los vagabundos que se hospedan por allí. Mientras hace las veces de alguacil juramentado, va explicando a la gente quiénes son los que llegan. Se acerca a un BMW blanco. "Es el médico, tranquilos", dice. Después llegan los picadores, más grandes, por cierto, que sus caballos. Y, por último, los diestros. Los curiosos aplauden, silban o tocan. Mientras el falso alguacil ha empezado a explicar a dos japoneses de qué trata aquel mundo.
Luego, la corrida. Dos horas y pico de casi silencio en la explanada, Los curiosos de la puerta de caballos han ido a la puerta grande. Allí comentan lo que cuenta una emisora y hacen como si estuvieran dentro de la plaza.
Tertulias emblemáticas
La salida de la plaza es el regreso de la multitud y de un atasco de una hora en los alrededores. Los aficionados de pro se encaminan a las tertulias de la noche. En el hotel Wellington, en el Miguel Ángel, los toreros, los apoderados, los periodistas, formularán sus opiniones hasta la madrugada. Y las continuarán al día siguiente y siempre. Los aficionados comunes se dirigen hacia algunos bares emblemáticos: el Clarín, Los Timbales, La Peña del 7, pegados a la calle de Alcalá. Son bares de chateo, de picar y de discutir hasta que el vino y las ideas se confunden.A las 3.30, en la plaza de Manuel Becerra, un yuppie se despide de dos amigas en la parada de taxi, haciéndoles reverencias con una chaqueta de Armani. Poco más tarde, en el puente que cruza la M-30 a la altura de Ventas, un grupo de chavales discute si volver a Entrevías caminando por la pista de automóviles.
La explanada está desierta y nocturna. Pero en los soportales hay vida. 0 gente que vive.
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