Agravios
Algún día, agonizando en un aeropuerto o cautivos de una fiesta de terceros, se produce el reencuentro casual con las antiguas amistades. Son más calvos y más celulíticas, pero conservan la huella de nuestro aprendizaje común, y les abrazamos con la pasión del náufrago. Tantos años y, de pronto, el mundo vuelve a ser como un caramelo de palito, y sus mejillas, desconchadas y áridas por tanta madurez incomprensible, conservan aquel aroma de colonia oscura que quedaba en los portales de la noche, en los besos prestados de los cines o en la piel transparente de las confidenclas. Verles de nuevo nos llena de curiosidad sobre nosotros, y sacamos agendas y listines en un desesperado intento de izar la juventud del sumidero. Éramos héroes de la nada y ahora nos admitimos funcionarios de bien poco. Quedamos en cenar, como si el rito pudiera devolvernos la fuerza de los cuerpos aprenlices. Y gastamos dos buenas botellas deseosos de sorprender y sorprendernos.Luego, en la bisectriz del café, el espejo cruje y nos cuartea. Al otro lado de la mesa, alguien nos increpa. "Durante mucho tiempo no te he visto, pero quiero que sepas que me hiciste sufrir mucho". Las ofensas en conserva siempre saben a agrio y a mentira. El otro está hablando de nosotros y, de tan perversa que es la imagen, ni nos reconocemos. Leyeron mal nuestras antiguas frases y ahora resulta que los agravios se escriben siempre con tinta de limón y que con el calor del reencuentro siempre asoma la escritura. Acabamos el café convencidos de que no hemos sido otra cosa que el mal que hemos hecho a los otros. Durante mucho tiempo nos han llevado como se lleva un feto muerto, y ahora, muchos años después, nos pasan la factura con orgullo de archiveros supervivientes. Ni ellos ni nosotros somos los compañeros de antes. Simples serpientes despistadas que mudamos de piel por el camino. Pero serpientes al fin, pisoteables con el talón de la memoria herida.
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