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Apostar por la libertad

La llamada libertad individual de expresión es asunto muy complejo; para tratarlo adecuadamente no hay más remedio que adentrarse en un laberinto de normas, prohibiciones, deberes, obligaciones y casos. En un mero artículo, ni pensar siquiera en meter un pie en el laberinto. Me confinaré a una clase de casos que puede suscitar dudas acerca de si, y hasta qué punto, es aceptable o no una completa libertad individual de expresión. Opino que lo es y que, en consecuencia, lo más probable es que siga siéndolo en casos menos discutibles. Pero con ello no prejuzgo que lo sea siempre y en todos los casos. Ya lo sugerí: un laberinto.La clase de casos a que me refiero es la del consumo de cierto género particularmente repulsivo de pornografía: la que presenta a menores de edad en lo que, para abreviar, llamaré situaciones sexuales, las cuales presuponen el haber abusado sexualmente de tales menores. Usé antes la palabra repulsivo y agrego que me parece aún demasiado blanda para manifestar mi opinión al respecto: esa pornografía es absolutamente nauseabunda. Perdóneseme una autorreferencia, que en este caso estimo justificada, para recalcar en qué medida la cosa es repugnante; en mi novela Regreso del infierno introduzco a una prostituta de Nueva York que no tiene empacho en hacer, y dejarse hacer, todas las cosas que cabe imaginar en este escabroso terreno. Pero aspirando secretamente a que el lector simpatizara con ese personaje, la hice una enemiga declarada de toda pornografía infantil y de toda pedofilia: "Pero hay cosas que sí me dan un asco tremendo y me parece que son hasta para enviar a la silla eléctrica, y es cuando hay hombres o mujeres que persiguen a niñas o a niños pequeñines, que ni siquiera han empezado a hablar, aunque sean de su propia familia, y les hacen cosas horribles que les dejan manchones para toda la vida, lesionados, los pobres; eso no, de ninguna manera, deberían castigarlos en seguida y no esperar que se repita". En este punto coincido enteramente con mi simpático personaje.

Ahora bien, estimo que es inaceptable coartar la libertad individual de expresión inclusive en lo que toca a las opiniones, y preferencias, sobre semejante basura. No me parece legalmente condenable -aunque pueda ser moralmente reprobable- la opinión, sea la que fuere, sobre el asunto, siempre que se manifieste (cláusula muy importante) entre adultos. Tampoco me parece legalmente punible que algún desgraciado pase el tiempo y, de paso, lo malgaste en la contemplación o lectura de tales perversidades.

Esto no fue, obviamente, la opinión de la Corte Suprema de Estados Unidos al eximir la pornografía infantil de la llamada Primera Enmienda -que establece y protege la libertad de palabra- En principio (o al principio, que a veces es lo mismo), esta exención parece muy en su punto. ¿Cómo equiparar la libertad de expresión de opiniones políticas, sociales, jurídicas, morales, etcétera, por extrema o extravagante que sea, o parezca ser, con la de textos o imágenes tan aborrecibles? Uno (yo) tiene la impresión de que había leído, o se había anticipado, a las confesiones de mi Felicia, aun si (o eso imagino) hubiesen rechazado indignados el resto de sus pintorescas ideas y creencias.

Tampoco ha sido la opinión y, siguiendo a ésta, la efectiva política practicada por diversas agencias gubernamentales del mismo país (Correos y Aduanas, principalmente) al perseguir a puros -si esta palabra no desencaja totalmente del asunto- consumidores de pornografía infantil, es decir, a quienes en privado se han servido de ella. Por si fuera poco, se ha entrampado a algunos ofreciéndoles por medio de anuncios el, mismo producto que sirvió luego para deternerlos en nombre de la ley cuando se disponían a recoger los envíos del edificio de Correos -un procedimiento similar al que se ha usado en varios casos que han dado mucho que hablar con el fin de detener a traficantes o a consumidores de drogas.- Para redondear este círculo infernal, bastantes jueces han sido muy severos a la hora de dictar sentencia contra los pornógrafos infantiles pasivos (paradójicamente, e incomprensiblemente, mucho más severos que contra los pornógrafos infantiles activos, con lo que se ha reiterado, en otro orden, la misma falta de ecuanimidad que ha hecho que se hayan impuesto mayores penas sobre los consumidores de drogas que contra los productores y traficantes).

Bueno, se dirá, puesto que estamos de acuerdo en que la pornografía infantil es repugnante, ¿por qué le estoy haciendo tantos ascos a su prohibición legal, que nos asegura contra tal plaga? Además, y en virtud de una muy razonable cláusula que limita la libertad individual -el no causar daño a persona ajena-, cuando se prohíbe y persigue el uso de la pornografía infantil y cualquier expresión favorable a ella parece que se está justa y precisamente protegiendo al individuó contra los posibles abusos de tal libertad.

Pero ahí está la cosa.

Sería absurdo negar que la libertad de expresión sin límites puede causar daños. En el caso de la pornografía infantil, éstos son evidentes. Baste mencionar algunos: cuanto más material pornográfico se consuma más niños y niñas serán objeto de abuso sexual y de explotación con el fin de satisfacer el mercado: quienes se expresen en favor de no condenar legalmente la pornografía infantil, sean favorables o indiferentes a la pornografia infantil podrían, por su autoridad o encanto personales, o por lo que sea, ejercer influencia sobre otras personas, que entonces se lanzarían a adquirir y a consumir esta clase (le productos y pueden, con lo cual contribuirían a la demanda y al consumo y etcétera, etcétera. La lista puede ser bastante larga.

No creo que fuera tan larga como la que cabría confeccionar con la mención de los daños y perjuicios que podrían causar las limitaciones a la libertad individual de expresión, incluyendo la clase de casos de que me he ocupado. Para empezar, tales limitaciones tienen una irreprimible tendencia a aumentar la dosis de paternalismo del poder (y hablo ahora sólo del paternalismo con buenas intenciones, porque si las intenciones no fueran tan buenas como se suponen, las consecuencias serían fatales). Luego, y en estrecha relación con ello, se corre el peligro de aflojar la responsabilidad individual: si los poderes saben lo que hay que hacer y lo que no hay que hacerlo más razonable para cada cual será no preocuparse siquiera (le si tiene o no que hacer lo que se le diga que haga o no haga.

Ninguno de esos daños es comparable al siguiente: al rebanarse la norma de la libertad de expresión individual se abre la puerta para posibles nuevas, y más alarmantes, limitaciones. ¿Quién sabrá dónde detenerse? Sobre todo, ¿quién se va a detener? Puesto que no sabemos lo que pueda pasar, aunque algunos presumimos que lo que pase no va a ir a parar a nada bueno, es preferible detenerse, esto es, no poner límites; en todo caso, y como mínimo, pensarlo tanto antes que a la hora de ponerlos se vea que en rigor, ya no eran necesarios.

Todo lo cual equivale a decir que, aun con todas las posibles pérdidas, se sale ganando con una completa libertad de expresión.

José Ferrater Mora es filósofo, escritor y cincasta.

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