Jubilables
La confesión suele producirse al final de las cenas. Acaban de cumplir 40 años, viven razonablemente bien, se les ve contentos y de pronto reconocen que su máxima Ilusión en la vida es jubilarse. Podría parecer una broma perdida en conversaciones recurrentes, pero lo dicen en serio, con esa mirada con la que se abarcan todos los cielos de la tierra. Al filo de los 40 esos insólitos jubilables tienen ganas de apearse del vértigo de la vida y empiezan a revestir su piel con un brillante mármol estatuario. A los 40 años más de uno ha empezado sus memorias, ha plantado unos cuantos árboles, ha suscrito una docena de pólizas y planes y se encastilla periódicamente en su segunda y póstuma residencia. Antes la biología tenía previsto un cupo temporal a los conocimientos. La edad tenía la compensación de¡ saber y el poder era una derivación de la sabiduría. Hoy el saber está en una pantalla a disposición del primer listillo con ganas de mandar y los jubilables sienten el peso de un cerebro anciano en un cuerpo jotero. Ni son tan tiburones como sus hijos ni tan escépticos como sus padres. Pero, incapaces de cambiar las cosas, se disponen a cambiar la mirada sobre las cosas. Y las mejores miradas necesitan ocio incontrolado y vocación de jardinero.
Al final resultará ser cierto que la vida está en otra parte. Esos cuarentones con ganas de desertar han experimentado el relajante escalofrío de todas las frenadas. Un soplo de siglo les bastó para pasar del anarquismo al agua mineral. En 10 o 15 años hicieron demasiadas cosas por primera vez y ahora imaginan las cosas pendientes de una última vez. Fueron los más jóvenes de todo y ahora aspiran a ser también los más jóvenes de la próxima fase. Quieren jubilarse porque ya no hacen falta y en cambio se hacen mucha falta. Por eso los jubilables se buscan en los espejos y se borran de las nóminas y prefieren el paso del glaciar a las riadas del torrente.
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