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Rilke

Pronto nos escribirá de nuevo Rainer María Rilke, esta vez desde París. Lo traerá, dicen, el editor Grijalbo y sus cartas ya llegarán peladitas y limpitas como las mejores uvas, sin sobre arrugado ni sellos asesinados por los correos franceses. Se trata de un libro donde se recoge la correspondencia entre el poeta y una joven pianista vienesa llamada Magda von Hattingberg, que empieza a escribirle como apasionada y lejana admiradora. En enero de1914 Rilke tiene ante sí toda la lucidez de las cuartillas en blanco: acaba de separarse de su esposa y se dispone a cruzar los 40 años, esos momentos contradictorios donde se confunden tantas células por estrenar y tantos sentimientos embarrados. La carta de su desconocida pianista le sirve de excusa para retomar la prosa y, respondiéndola, se responde. A veces bastan un nombre y unas señas para hacer pasar nuestras dudas por el estrecho caño de una pluma. A veces sólo somos lo que escribimos ser.Ya casi no quedan escritores de cartas para nadie. Y son muy pocos los que siguen el consejo machadiano de conversar con el hombre que siempre va consigo. La magia del papel se ha derrumbado y nadie podrá transmitir la emoción de esos sobres de ultramar con nuestro nombre caligrafiado entre extrañas manchas postales y el tacto invisible de tantas manos que la trajeron para invernar en nuestro abrigo. Papeles que fueron pañales del autor y que acaban teñidos de carmín o de sollozos, de subrayados o de detergente. Palabras de temporada que aparecen, antiguas y arrugadas, cada vez que el frío arrastra las manos hasta el fondo de los bolsillos y ahí sentimos el tibio pinchazo de las historias incompletas.

Qué envidia la de Rilke y sus cuartillas. Más envidia por las que pudo escribir que por las que recibió a cambio. Por ese tiempo que se dio a sí mismo, como se lo toma la muerte al maquillarse o la soledad cuando se inventa espejos.

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