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ALFREDO FIERRO El último tramo

De cuando en cuando se remueven en la silla -de ruedas, o sin ellas-, tratando en vano de mejorar la posición y dar con ello alivio a alguna porción de cuerpo mortificada. Para el menor de los deseos más allá de eso son ya del todo dependientes, a merced del talante auxiliador de quienes les rodean. Sus movimientos se despliegan enlentecidos, como bajo el tirón de una gravedad decuplicada en un planeta enorme; o quizá, más bien, como quien tiene aún todo su tiempo, una entera vida por delante, cual si nada les urgiera, puesto que, en efecto, nada urge. Todo ello en un género de lentitud que es colmada mezcla, a la vez, de exactitud milimétrica y de inseguridad completa. Con esfuerzo premioso que impacienta a los demás, sus movimientos a cámara lenta se desenvuelven, casi siempre, con enorme rigor y precisión, con máxima parsimonia y economía funcional. Mas no siempre: a veces el vaso cae al suelo y salta en añicos, sin que esto les produzca más que un mohín de disgusto, como ante un irreparable, pero pequeño contratiempo.Parecen no escuchar; mejor, no prestar atención. De hecho, con la misma parsimonia que los movimientos, administran sus sentidos en una atención altamente selectiva. Nada de lo necesario se les escapa, y con frecuencia perfectamente se enteran justo de aquello que los allegados querrían sustraerles.

No hacen. Están, meramente. Son una presencia; una presencia, por lo demás, silenciosa. Su silencio sólo lo quebrantan algunas palabras esenciales para existir: para pedir agua, un pañuelo o noticia del nieto. Otras veces lo quiebran ciertas palabras misteriosas, acaso profundas, que los familiares pueden llegar a conocer e interpretar. Cuando palabras tales han sido pronunciadas por ancianos gloriosos, justo ya en la antesala de la muerte ("está bien", o "más luz') han pasado a la historia como epítomes de sabiduría. Y hay también, casi siempre, nombres de recuerdos que sólo son suyos (el "Rosebud" de Ciudadano Kane), pertenecientes a una memoria fiel y no por más tiempo reprimida, y que nadie -salvo aquel o aquella para quien son exquisito homenaje postrero- será capaz de interpretar.

Miran distraídamente al mundo, el de la habitación, el de más allá de la ventana, o el que transmite la pantalla de la televisión, como quien lo ha visto ya todo, con unos ojos por los que han pasado todas las imágenes, sin curiosidad o interés en más imágenes nuevas.

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De cuando en cuando, sin ninguna distracción, te miran. También eso lo hacen lentamente, reposadamente. Miran como antes nunca te miró nadie: desde la más absoluta debilidad e indefensión, en tácita solicitud de piedad y diciendo que te necesitan. Miran desde su mundo, que no es el nuestro: no otro mundo, pero sí el borde fatal de la otra orilla, desde donde no existe regreso.

Sus miradas -también sus palabras- son a veces interrogadoras: ¿qué es esto?, ¿qué sucede?, ¿qué me está ocurriendo? Interrogan desde el marasmo de la confusión de la experiencia y la memoria, a veces desde la pérdida de la propia identidad. Pero en su mirada, aun viniendo desde la línea de no retorno, no se refleja el miedo a la muerte. Quizá desde ese lugar la permanencia en vida puede ser tan temida como la muerte. Qué es la muerte, qué la vida, y qué el sueño: todo se confunde y desdibuja en una pesadilla de conciencia crepuscular y nebulosa.

También, en ocasiones, lloran. Inútil preguntarles por la razón de su llanto. No la dirán a nadie. No son capaces de decirla, y acaso ni siquiera de pensarla. Es un llanto tan imposible de pensar como el primer llanto para el recién nacido. Pero ahora no es un grito. Es un llorar manso y silencioso, como el orvallo. Es la tristeza; mejor, la melancolía -tristeza disciplinada por el poso de los recuerdos- de haber sido; o, aún más hondamente, quién sabe, es la melancolía de ser.

Hay, a veces, desde luego, amargura, resentimiento y rencor. Es tópico incluso atribuirles odio a la vida y a las personas con menos años, que les sobrevivirán. Son pecadillos de vejez, que es preciso absolver con liberalidad no menor que los de juventud. No merecen elogio, pero sí paciencia. Son, en todo caso, pecados que los más jóvenes no están legitimados para condenar. Nada les autoriza a arrojar la primera piedra.

Ante el enigma de su vida y la aparente frustración de una existencia en la que son supervivientes de sí mismos, asalta por fuerza la pregunta y la duda de si vale la pena continuar viviendo así. Es forzoso preguntarlo, no ya por relación a una (in)utilidad social a veces irrisoriamente invocada a este propósito, sino por ellos mismos y por el bien propio, por la más egoísta consideración del futuro que de ancianos espera a los que aún no lo son. ¿No es preferible morir en un accidente, en un rápido ataque cerebral o, a falta de eso, bajo una dosis letal bien inyectada? Justo con miras a la dignidad de la persona y al valor de la vida, justo desde el más intransigente respeto a lo que vivir significa para el individuo, ¿qué sentido y contenido da razón a esas vidas o, más bien, supervivencias?

El caso es, sin embargo, que la ancianidad prolongada en un dilatado proceso de extinción, donde van reduciéndose las funciones vitales, es la más antigua -y también la más natural- forma de marcharse de este mundo y de desconectar de él. Es la buena muerte, la eutanasia biológica proporcionada por la naturaleza: muerte que consume y, al tiempo, consuma la vida. Tal vez algunos desean otra muerte, más pronta e inmediata, y entonces ejercicio de piedad sería no impedirla. Sin embargo, no es, ni de lejos, seguro que muchos la deseen. Cuando no se padecen grandes sufrimientos, una existencia de llama trémula que lentamente se apaga no tiene, en absoluto, por qué resultar del todo indeseable.

En su silencio, en su inmovilidad e indefensión, testimonian un modo de ir viviendo -y muriendo- humanamente, dignamente, y esto incluso si llegan a perder los controles más básicos de la educación primera y del decoro social. Cuando a veces mojan o ensucian la cama, o el sillón, te miran en súplica callada de benevolencia, como seres sometidos a una fatalidad, a la ley de bronce de un destino: seres irresponsables ya, más allá del bien y el mal, liberados de las convenciones y de las reglas sociales, expuestos y dispuestos otra vez, sin obscenidad, a ser tratados y limpiados como niños. Es la suya, entonces, en momentos de su total desnudez, una moral de estoicismo consecuente, una posición estoica en acto, donde este antiguo ideal ético no puede confundirse con ninguna otra moral. Además de posición ética, quizá hay asimismo en ello postura metafísica. Rilke la ha dibujado en la Elegía VIII de Duino, al contrastar la vida del animal, vuelto hacia afuera, hacia "lo abierto", con la del ser humano, desde niño enseñado a mirar hacia dentro. En el borde final de la vida, llegaría a perderse la educación primera de la mirada: "Cerca de la muerte", dice, "uno ya no ve la muerte, y mira fijamente hacia afuera, quizás con una gran mirada de animal". ¿Mirada de espanto fiero? La Elegía no permite excluirlo. Pero en su poética utopía parece suponer que es mirada por fin reconciliada con las cosas.

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