La dictadura de los audímetros
La batalla por la audiencia de televisión, cada vez mayor
La batalla por la audiencia entre las televisiones en España es de momento una inofensiva escaramuza cuyos resultados sólo llegan al marcador a través de un sistema de medición y valoración aún poco refinado -estos días se producía la confrontación entre las distintas cifras de la Corporación Catalana de Radio y Televisión y las de Ecotel para TVE-Cataluña- y de escasa transparencia. En EE UU, las fluctuaciones de audiencia determinan las tarifas de publicidad y pueden condicionar el despido de profesionales que descienden en la preferencia del público.
Con la entrada en escena de las cadenas privadas y otras opciones que nos pueda deparar el futuro imprevisible de este medio en perpetuo movimiento de expansión -y, lo que es más significativo, de privatización-, la conducta del telespectador terminará por convertirse en esa materia casi sagrada que puede observarse en países de larga tradición competitiva como Estados Unidos y, más recientemente, en Europa, con el boom de las televisiones comerciales.Desde que en 1930 se pusiera en marcha el primer servicio experimental de medición de audiencia, nada ha sido tan determinante para la vida del nuevo medio en Estados Unidos como los índices de popularidad. En consonancia, la industria de los sondeos no ha dejado de perfeccionar sus sistemas de medición para aquilatar cada vez más sus cifras y reflejar cambios tan decisivos como la aparición de nuevos canales de difusión, el vídeo, el telecomando o la multipliéación del número de televisores por hogar.
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Las agencias de publicidad se han encargado de presionar para que las cifras se correspondieran al máximo con la realidad -hay que recordar que se paga el espacio publicitario en proporción a los índices de audiencia- y la propia industria se ha servido de éstos para dictar la renovación o cancelación de sus programas.Podrían citarse algunos refinamientos en las técnicas de identificación y espionaje del telespectador. De alguna manera subyace una cuestión especialmente debatida: la selección de la muestra de hogares para efectuar los sondeos e instalar los instrumentos de medición. Si éstos son del grupo de los medidores llamados activos -hay que pulsar botones para señalar el encendido, cambio de canal y desconexión- con cierto grado de complicación adicional, la consecuencia inmediata es que el tipo de familia que se ofrece a convertirse en objeto de la experiencia pertenece con gran probabilidad a capas de la población con un perfil determinado -urbano, universitario, muy probablemente suscrito al cable, que es ya un grado de distinción- no representativos de la totalidad de los telespectadores.
Si se trata, en cambio, de los medidores pasivos (un viejo sueño de la industria de medición de audiencia), con los que el telespectador sólo tiene que dejarse espiar -sistemas de aparatos infrarrojos para detectar la presencia de espectadores entre el aparato, sensores térmicos, microemisores, etcétera-, el problema es que un animal doméstico puede entrar en la contabilización de esos cuerpos -nadie dice si racionales o irracionales- detectados por las nuevas técnicas.
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