La toma del poder
Comienzo estas notas en el palacio de San Marcos, cerca de Coimbra, reconstruido en época de Salazar para que sirviera de vivienda a S. A. R. don Duarte de Braganza, heredero imposible de un trono inexistente.Es un palacio discreto y asumible, lugar razonable en el que esperar el paso del tiempo. Por fuera, prados verdes, algo de tierra de labor, naranjos y limoneros. No es un Palacio de Invierno que alguna vez fuera preciso asaltar. Es un culto palacio de verano ya conquistado por la peste moderna de las universidades. Nada menos conquistable. Ni pasiones políticas ni de las otras ni tan siquiera intrigas, por estúpidamente palaciegas que las imaginemos, pueden encontrar acomodo dentro de sus muros. A lo sumo, conciertos, conferencias o cenas de gala: la grata comedia, académica. Los actores, aunque se disfracen de profesores, son en realidad usurpadores de tiempos y espacios, partícipes del infame compiló consistente en cubrir bajo una espesa capa de lógica democrática los explícitos símbolos del pasado.
No es inocente sustituir la esperanza de asaltar palacios rellenos de vida caliente por el discutible encanto de participar en cursos de verano. ¿Cómo mantener viva la mística de la toma del poder dentro de unas sociedades empecinadas en convertir los palacios en centros universitarios, paradores nacionales o museos gotosos y descascarillados? Bien pudiera ocurrir que no sólo razones funcionales expliquen cumplida mente el fenómeno. También puede tratarse de un vasto plan dirigido a borrar los referentes, los estigmas, la explícita arquitectura del poder.
Nada invita a que sigamos pensando que el poder debe ser conquistado. Los más audaces pretenden incluso que admitamos que no existe o que es tan vasto, complejo y multiforme que resulta vano tratar de alcanzarlo. El poder es el producto menos distribuido, la especie más rara, apenas si alcanza la democrática condición de bien de consumo. No hay mito más sañudamente combatido que el de la toma del Palacio de Invierno. Hace tiempo, desde luego, que, al menos en los países occidentales, la revolución está piadosamente aplazada. El viejo Marcuse, al que ya nadie cita, anunciaba a finales de los sesenta la buena nueva de que la sociedad comunista era asunto del futuro. El propio Rudy Dutschke, del que supongo habrá que recordar -tanto tiempo ha pasado- que fue uno de los líderes del mayo del 68, hablaba de la previa necesidad "de una larga marcha a través de las instituciones". Tampoco la versión benéfica y apolínea de la tradición anarquista, esto es, el movimiento ecológico y pacifista europeo, aporta esperanza o ideas en que basar la estimulante técnica del golpe de Estado. Van Duyn, un verdadero abuelo del movimiento radical, ya dijo en el año 1971, cuando se le preguntaba sobre el espinoso asunto de la toma del poder, que "hay que arriesgarse a sacrificar un poco de eficacia a la democracia interna, abrirse al exterior y descentralizar des de el principio...", concluyendo deliciosamente que "si así no se es capaz de tomar el poder, ¡qué le vamos a hacer!".
La violencia como táctic política ha quedado reducida en Europa a residuales grupos marginales (Brigadas Rojas, Baade Meinhoff, GRAPO ... ), a esporádicos brotes de corte fascista, (coroneles griegos, 23-F) y a terrorismos de signo nacionalista, (IRA y ETA), con el agravante, en estos últimos, de que n siquiera aspiran a la toma del poder; de ahí que, como dice José Luis Zalbide, más qqe lucha armada practiquen desde siempre la propaganda armada.
De de otros enfoques se viene cuarteando la mística de la toma del poder. Existe un discurso, de efectos perniciosos y cuyo origen no puede encontrarse sólo en el pensamiento reaccionario, según el cual el dato esencial de cualquier análisis en como al fenómeno del poder debe buscarse en el tema concreto de la organización y de la distribución de las parcelas o cuotas del mismo. El carácter pretendidamente secundario de los aspectos ideológicos genera en los ciudadanos un indisimulado desdén o un grave cinismo práctico en sus tomas de postura frente al poder. Si, como se pretende a veces, la opción organizativa es previa a la ideológica; si la elección del adversario, presupuesto esencial de todo proceso de toma de poder, se produce ya en aquella primera fase, difícil será hacer creer a los ciudadanos que el enemigo así elegido pueda cumplir función esencial revolucionaria: la de ser odiado.
Con todo, el obstáculo fundamental se encuentra, según creo, en la pretendida imposibilidad o extrema dificultad de definir, y hasta de encontrar, el núcleo central del poder en las sociedades modernas. Un revolucionario posmoderno medianamente leído, aunque lograra superar la ya descrita carrera de obstáculos, seguiría teniendo un problema central, cual es el de construir, siquiera en el terreno de lo mítico, un proyecto coherente que permita decidir dónde está y quién detenta el poder. Convendremos en que limitar la lucha a la conquista de las instituciones políticas sería ingenuo. Es un tópico difícil de rebatir que, más allá o más acá de los poderes constitucionales del Estado, existen otros múltiples y difusos centros de poder. Dos notas los caracterizan. La primera es que cumplen la función de acotar y definir los precisos límites de las instituciones políticas. La segunda es que son inmunes, a diferencia de aquéllas, a toda forma de control democrático. Limitarse, por tanto, a conquistar el poder institucional es de una modestia irritante, incluso para los revolucionarios.
Pudiera ocurrir que a esas otras amplísimas zonas de poder sólo se pueda acceder desde la que, con escasa fortuna académica, venimos llamando sociedad civil articulada. Que sólo desde ella sea posible dar una respuesta plástica y verdaderamente adaptada a las nuevas condiciones en que hoy puede pretenderse disputar la lucha por el poder. Parece evidente, en todo caso, que acierta Alain Touraine cuando explica que la hostilidad o pugna entre las Instituciones democráticas y la sociedad civil organizada no pasa de ser un malentendido, un error. Son, somos, los únicos aliados posibles frente a un adversario perfectamente definido: los espacios autónomos de poder inmunes a toda forma de control. Se hace preciso restaurar, sobre estas nuevas bases, las agrietadas estructuras míticas que han hecho del deseo de la toma del poder el decisivo instrumento de afirmación individual y, por ello mismo, del cambio social.
El protagonismo creciente de la sociedad civil, lejos de insertarse en la utopía, se aviene bien con el inmediato futuro que anuncian los expertos en fenómenos de cambio sociocultural. Alain de Vulpain ha llegado a la conclusión de que la tendencia dominante en los próximos años va a ser la que denomina "tendencia a la colectividad", caracterizada, entre otras cosas, por el deseo de unirse con los demás, de interactuar, de construir unas redes, de participar, en definitiva, a través de grupos y acciones colectivas. Atreverse a ir configurando la sociedad civil como un verdadero contra-poder ya no es sólo un programa urgente y necesario, es también una forma de ser fiel a los nuevos valores del futuro inmediato. Y conviene decirlo, aunque sólo sea por el hecho de que ver el cambio, como dice Vulpain, lo acelera.
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