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La cadencia de los imperios

Los historiadores del futuro que quieran entender este último tercio del siglo XX han de tener el cuidado de no fiar mucho ni poco de las curiosas descripciones que estamos dando los contemporáneos sobre el momento presente. Deben leer los libros sobre las crisis económicas y políticas de las grandes potencias como una simple guasa escrita por algunos desocupados. Crisis de toda condición que traerían graves bancarrotas, quiebras definitivas, la caída de los imperios. Todo ello con grave voz. No niego que EE UU y la URSS puedan estar desmoronándose, lo que niego es que haya la menor prueba de ello. Al contrario de lo que venía ocurriendo hasta ahora, los imperios del siglo XX están mostrando una extraordinaria capacidad de adaptación a las nuevas condiciones socioeconómicas que ellos mismos generan: la URSS está desmantelando sin grandes problemas -por ahora- todo un sistema de ideas y conductas sobre el que se había consolidado como potencia. La idea de libertad económica no parece haber afectado a la progresiva concentración de capitales en EE UU, concentración que hace posible su poderío al tiempo que niega toda libertad económica relevante fuera de la dinámica autónoma de los grandes grupos empresariales. Pero si el marxismo-leninismo parece ser un incordio superable en la URSS, la idea de la libertad ha sido tan matizada en la práctica política y económica norteamericana que en nada se asemeja a aquella vigilia romántica que despertó en su momento las conciencias a la libertad.No parecen ser los imperios los que quiebran, sino ciertas ideas que los sustentaban, ideas que están siendo relevadas por un magma teórico contradictorio que no permite todavía definir con alguna claridad lo que está pasando aquí y allá. Las dificultades que encuentra la izquierda histórica europea para definirse como tal sin caer en el revolucionarismo -al que hace lustros que renunció- o en el supuesto derechismo de lo que se adjetiva como neoliberalismo o socialdemocracia son dificultades tan notables que dan lugar a un balbuceo teórico en el que no sabemos si se nos llama a la insurrección general o a ingresar en la simpática cofradía de los que ya nada esperan, o en aquella otra de los marginales resignados a sufrir testimonialmente el peso de una historia cuya realidad ni se acata ni se analiza en serio para cambiarla.

Pero la izquierda es también el propio partido socialista que nos gobierna: la izquierda otra, en cuya otredad se han acogido esas "amplias masas populares" que ya no podían soportar el discurso insoportable de una derecha autóctona que a fuerza de no ser ni europea ni liberal no es nada: ni derecha siquiera. Porque la derecha reciente europea ha nacido del antifascismo, definiéndose frente al caudillaje demente de aquellos histriones. Pero se ha acogido también a la opción socialista una parte insurgente de aquellas masas populares, huyendo a su vez de una izquierda que no supo ofrecer más alternativa que una retórica de ocasión y una notable capacidad para ignorar (en el momento justo en que le era más necesario comprender) las condiciones reales del Estado: su estructura social y geográfica y la relación de fuerzas socioeconómicas. Así, aquella desesperante sensatez (tantas veces inoportuna) de la izquierda carriflista se mudó en radicalismo peculiar y poco creíble. Aquellos dudosos y vacilantes radicales perdieron casi toda comunicación útil con la realidad y la gente que la habita. El actual recurso a fundamentos y principios es pura literatura, y por ahí no parece que vaya a ir nadie si exceptuamos a incondicionales y despistados. Quizá cabe esperar aún un debate desprejuiciado entre la curia responsable. O quizá no. Y en este caso creo que se cierra ya una etapa histórica que no se prolongará más allá de la anécdota: discursos y gritos de ritual en la iglesia vacía.

Pero no era tanto esta cuestión concreta de la izquierda local y castiza lo que me movía, sino aquella otra de las dos potencias enfrentadas consigo mismas en la dura hora que marcan los tiempos. Enfrentadas consigo y usando de una capacidad de autorregulación que faltó a otros imperios históricos -¿o quizá es pronto todavía para juzgar?-. Dicho con brevedad: por primera vez en la historia los cambios parecen ser asumidos por los aparatos de Estado sin necesidad de aguardar el relevo traumático por nuevos imperios o grupos. El Estado se ha hecho duro con sus súbditos tomados de uno en uno, pero se ha hecho más permeable hacia la realidad en su conjunto. El Estado-esponja lo asume casi todo y no se asusta de casi nada. Los analistas políticos deberían tomar buena nota.

Resulta patético que un líder de la izquierda local prometa a su parroquia desmontar o denunciar "el discurso de la modernidad" a modo de Quijote alanceando gigantes que sólo son molinos, porque el llamado discurso de la modernidad debería entenderse como un estímulo para pensar, no para embestir, o como un curioso artilugio teórico más en el largo y diricil camino que espera a los profetas que decidan mudar el hábito de eremita por el vestido civil y ponerse de una vez por todas a entender un mundo que se les escapa casi sin remedio.

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