La batalla por cultura occidental
James Atlas ha publicado en The New York Times Magazine del pasado 5 de junio una buena visión de conjunto, bajo el título La batalla de los libros, del nuevo radicalismo cultural, que ha tenido su punto culminante hasta el momento en una asamblea de la universidad de Stanford. Durante su marcha, varios cientos de estudiantes cantaban . ¡Basta ya de cultura occidental!". La referencia en el título del informe es muy clara: el libro es el texto canonizado de nuestra herencia judeocristiana. Los libros (en plural) son los textos canonizados de la herencia cultural occidental (incluyendo la Biblia). La batalla de los libros es la guerra cultural emprendida contra este patrimonio.Presionado por los estudiantes, el senado de la universidad de Stanford aceptó un nuevo programa de estudios sobre cultura occidental. A partir de ahora, los estudiantes leerán el Antiguo y Nuevo Testamento y cinco autores más: Platón, san Agustín, Maquiavelo, Rousseau y Marx. Esto tan sólo debía hacer que nos preguntáramos si la cultura que se supone que se tiene que marchar realmente existe. Después de todo, los dos testamentos y san Agustín pertenecen a la cultura cristiana universal, no tan sólo a la occidental. Además, ninguno de esos grandes libros fue concebido en suelo europeo (es decir, occidental). Maquiavelo se tenía por florentino e italiano, pero no ciertamente por hombre occidental. Rousseau. es un caso diferente. Él fue el que inventó lo de "¡fuera la cultura, occidental!", precisamente porque en sus tiempos se inventó la cultura occidental. Marx, el judío internaciones, es acaso el único de la lista que sin más puede ser considerado un típico occidental.
Los textos son parte integrante de un canon en la medida en que todos los miembros de una comunidad se suponen están familiarizados con los mismos en mayor o menor grado. El lenguaje de los textos canónicos está entrelazado en el tejido del habla cotidiana. Sus metáforas son palabras muy conocidas, sus narraciones aparecen en las insinuaciones de nuestros diálogos y son citadas como proverbios. La civilización moderna no tolera cánones rígidos. El lenguaje canónico se desgasta muy rápidamente. Nuevas experiencias históricas y vitales piden la canonización de lo marginal y la marginalización de los textos canónicos. Sin embargo, sí desaparecieran todos, si en un caso límite no quedara un solo texto conocido por todos y apreciado por un grupo humano, difícilmente podríamos hablar de cultura.
Las rebeliones contra los cánones van a la par con el cambio de criterios. La reintroducción en el canon de textos olvidados es un signo de que son atractivos para el gusto literario o filosófico de los tiempos. Los dos son resultado y fuente de nuevas experiencias vitales y de los recién creados patrones. Sin unos modelos de apreciación, no puede existir el gusto. Si estuvieran completamente ausentes, no se rebelaría uno contra el canon, sino que lo ignoraría.
Estos días se supone que vivimos en un mundo de un pleno relativismo cultural. El fin será un mundo que carecerá de criterios de apreciación. La carencia de cualquier tipo de modelo tiene como consecuencia la cancelación del discurso cultural. Uno puede decir: me gusta una determinada pintura o ensayo filosófico, pero no se podría decir: este libro es magnífico, o este ensayo es bueno. La mayoría se espera que expresen sus gustos o admiración en términos de su propia autobiografía, lo que es una tautología. Interpretándola sencillamente, una explicación como ésta diría lo siguiente: me gusta porque yo soy quien soy, y como tal, me gusta. Pero en realidad ésta no es la forma en que sentimos y razonamos, y ésa es la razón por la que no vivimos en un mundo de total relativismo cultural. La dificultad estriba no en nuestra, falta de voluntad para emitir opiniones, incluso opiniones convincentes acerca de por qué una determinada obra cultural -es estupenda o buena. Nuestro problema es nuestra inquietud, el sentimiento de que no estamos capacitados para hacer evaluaciones. Cada vez más personas se sienten molestas por la existencia misma de los modelos disponibles.
El problema se agudiza más si se hacen ocultas comparaciones entre diferentes culturas. Sabemos que existe música en todas ellas; incluso algunas nos gustan. Mas, pese a todo, no podemos eliminar nuestro sentimiento de que Mozart pertenece a una clase distinta. Las ocultas comparaciones de este tipo no son necesariamente etnocéntricas. Un norteamericano podría sentir la superioridad de la artesanía de los indios mexicanos con respecto a la versión del mismo objeto realizada por los indios norteamericanos y aun así sentirse avergonzado de sus sentimientos hasta el punto de no ser capaz de referirse a las normas.
La cultura moderna, o mejor dicho, la posmoderna, ha llegado al punto de desarrollar recelos contra la llamada disertación magistral. Actualmente se puede preferir una variedad de acercamientos. Se puede reconocer como legítima una serie de estilos literarios o filosóficos. Nuestra época empieza a propugnar que haya menos poder, menos hegemonía, menos exclusiones. Pero no podemos informar acerca de nuestros sentimientos de apreciación si continuamos retrasando la búsqueda de los patrones de esta apreciación. Éstos podrán ser elásticos, pero tienen que existir. No se puede eliminar ideológicamente la distinción entre obras de arte y una filosofía de mayor o menor calidad. Hay que restablecerla.
Pero la batalla de los libros no se ha emprendido para proponer una definición de la cultura.
Si los que acuñaron la expresión "¡basta ya de cultura occidental!" no fueran occidentales, todo estaría bien; ésta es la familiar posición del etnocentrismo. Se podría incluso decir que es natural que, tras siglos de opresión, ahora deseen cultivar su propio patrimonio cultural y que esta tendencia esté acompañada de una profunda suspicacia hacia los códigos culturales europeos. Lo que resulta especialmente interesante es el que sean occidentales los que canten y marchen contra su propia cultura.
La consigna "¡basta ya de cultura occidental!" quiere decir que nosotros los occidentales no debemos colocar nuestra propia cultura en una posición privilegiada dentro de nuestro universo cultural. Pero ¿por qué no? Si afirmamos que todas las culturas deben tener tanto el derecho como la posibilidad de colocarse en un lugar privilegiado dentro de su universo, entonces ¿por qué tenemos que ser la única excepción? ¿Por qué hemos de ser la única excepción? ¿Por qué hemos de excluirnos sólo nosotros de un derecho universal que proclamamos y pretendemos para los demás? La respuesta es a veces implícita, a veces explícita: la razón es que nada de lo que hemos conseguido es superior a lo alcanzado por otras culturas. Nuestra cultura occidental debe desaparecer como signo de arrepentimiento por haber creído en otros tiempos que era superior. Ésta es una posición de masoquismo cultural que no es probable sea adoptada por ninguna otra cultura. En este sentido, es una postura única de los occidentales. No hay nada más etnocéntrico que un talante cuyos partidarios marchan y cantan pidiendo su desaparición. El relativismo cultural absoluto es un invento occidental.
Pero hay más que decir sobre ello. La consigna también implica que la cultura europea (occidental) debe ser sometida a un examen desde los criterios de los patrones radicales contemporáneos, mientras que las otras culturas son admitidas sin más en nuestro mundo.
Según esta actitud, las obras europeas (occidentales) de arte y filosofía deben primero probar que no son racistas ni sexistas ni falocéntricas o logocéntricas. para poder ser declaradas admisibles. Ya ha sucedido que David Copperfield y Huckleberry Finn no han podido superar esta prueba en las bibliotecas públicas de Londres. La censura sobre el canon origina una censura de las bibliotecas y de los planes de estudio. Hay que mencionar entre paréntesis que los mismos que descartan autores clásicos por sus supuestas actitudes incorrectas respecto al sexo o a la raza hacen toda clase de esfuerzos para canonizar a Heidegger, sin importarles su carné nazi.
No hay que repetir que el racismo y el sexismo son males morales, culturales y políticos (aunque el falocentrismo y el logocentrismo no lo son, cualesquiera que sean las predilecciones o aversiones personales respecto a los mismos). Ahora bien, si debe desaparecer la cultura occidental, todas las obras pueden y serán marcadas con el hierro del sexismo y del racismo o de ambos, desde Aristóteles hasta Kant y desde la Odisea de Homero hasta el Ulises de Joyce.
Es sabido que toda grandeza tiene sus limitaciones históricas y que hasta los espíritus más claros se hacen mezquinos cuando son dominados por los prejuicios. Los seres adultos leen los libros de una manera que hacen que entiendan todo esto. ¿Acaso hemos de confiar más en el censor que en nuestra inteligencia?
Esta consigna contra la cultura occidental es de un falso radicalismo. Es un rechazo radical del tipo de los que producen la censura y la intimidación. Ignora la tolerancia y carece de sentido del humor. Por ello puede provocar un salutífero choque que nos fuerce, finalmente, a ver nuestro problema, nuestra urgente necesidad de patrones de valoración en un mundo que es relativamente, pero no completamente, relativista. Pero como respuesta al problema planteado por nuestra propia cultura, es totalmente errónea.
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