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En búsqueda del nombre perdido

Es divertido el hecho de que llevar un nombre ayude a las personas a sobrellevar la vida. Para alcanzar sus fines muchos han utilizado la ley del 2 de julio de 1923 que permite recuperar el título prestigioso de una familia extinguida. Es así como los Giscard se han encontrado un destino. Pero hoy día hay un método mucho más simple y perfectamente legal para darle cuerpo y volumen a la identidad. Es el síndrome de la ley del 23 de diciembre de 1985. Según su texto, cualquiera puede añadir a su nombre "el de los padres que no le han transmitido el suyo". Tomemos el ejemplo del señor Plumeau. Digamos que su madre se llamaba Rorat. Nuestro amigo puede traspasar las fronteras sin enrojecer y temblar de placer en los salones cuando se anuncie su nombre así: señor Plumeau-Rorat. Esta clase de nombres es como los paramecios, se reproducen por bipartición. Una esposa, además (que puede llevar su nombre de soltera, el de su marido y el de su madre), si lee bien la ley, puede fabricarse alguna cosa tan larga y dificil de aparcar como un semirremolque. Todo para asombrar al vinatero. La nobleza repara en seguida en ellos. En 1981, Alma von Saclisen Coburgo-Gotha adoptaba a un afortunado carnicero norteamericano, y después la princesa Von Sayn-Wittgenstein hacía lo mismo con el dueño de una discoteca. Todo ello parece vano cuando se sabe que de 7.000 familias nobles sólo la mitad son auténticas. 24 de julio

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