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Tribuna:TODOS EN LA CARRETERA
Tribuna
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Tráfico a mejor vida

Nada más lógico que en estas fechas todo camino se vuelva penoso viacrucis. Pero, no contentos con tan macabra información, los expertos en tráfico se meten a analistas y nos ofrecen lo que aparentan ser las razones de la repetida masacre' Gracias a ellos sabemos así que la casi totalidad de los accidentes se debe en última instancia a una sola causa, por lo visto omnipotente: fallos humanos del conductor (o del viandante), enumerados bajo una letanía de variantes siempre idénticas tales como adelantamientos indebidos, velocidad inadecuada, irrupción de peatones en la calzada, distracciones, maniobras antirreglamentarias y hasta embriaguez. Después de tan científica explicación, se recomienda prudencia una vez más... y se espera la cosecha necesaria de accidentados del fin de semana siguiente.Si ya es grave esta calculada sangría, se convierte en francamente irritante cuando se la acompaña de semejante aderezo analítico. Difícilmente se hallará una muestra más ejemplar de manipulación estadística como la encubierta en esta cansina salmodia semanal. Pues quienquiera que tenga un contacto suficiente con el volante sabe por experiencia que, junto a aquellos innegables factores subjetivos de riesgo, existen otros objetivos y ,que, de entre éstos, uno sobresale como la variable decisiva, sistemáticamente olvidada en las declaraciones oficiales: la condición misma de las carreteras.

Una mediana sociología del tráfico automovilístico confirmaría sin duda tal afirmación. Bastaría con comparar, por acudir al modelo más simple y a igualdad de todos los demás supuestos, el número de siniestros ocurridos en una carretera ordinaria y en una autopista o autovía. De ahí se desprendería que ninguno de los factores subjetivos que se suelen aducir, con ser todos ellos necesarios, constituyen ni juntos ni por separado causa suficiente de los accidentes, a menos que se pongan en relación con la clase o el trame, particular de carretera en que tienen lugar. Al contrario, es el tipo, trazado o estado de esa vía el que en algunos casos les confiere a aquellos factores de riesgo su específico índice de peligrosidad. Nadie negará que en una calzada dotada de doble carril por cada dirección, debidamente pavimentada y señalizada, con sus rayas bien marcadas y provistas de arcenes laterales, la repercusión de tales variables resulta alterada: ni la velocidad considerada excesiva sería la misma, ni el adelantamiento una ocasión de jugarse la vida, ni los peatones se verían forzados a invadir la ruta para no tener que arrastrarse por las cunetas o tirarse de cabeza al terraplén. Hasta la densidad de vehículos que en ella transitan quedaría notablemente reducida. Resta, desde luego, la alcoholemia. ¿Y por qué no también la úlcera de estómago y la sobrecarga nerviosa y el astigmatismo y ... ? ¿Somos hombres o acaso venimos al mundo armados de piloto automático?

Un trámite

Siendo ello tan evidente, aquella explicación habitual parece más bien un trámite vergonzante para quitarse a los muertos y heridos de encima. Sea a iniciativa propia o del vehículo contrario, los muertos han muerto y los heridos han sufrido serios quebrantos -se nos viene a decir- por ineptos, por no ajustarse a las normas de tráfico, por incurrir en fallos humanos. Pero es que sólo las computadoras están obligadas a acertar siempre, mientras que el hombre tiene por fuerza que fallar. En realidad, pues, los muertos han muerto por no saber comportarse como mecanismos perfectamente programados, en razón de no haber logrado adaptarse a unas condiciones anormales y hasta a veces directamente mortíferas. Miren por dónde, el clásico homo viator conduce inexorablemente al más reciente ser-para-la-muerte.

El equivocarse, el extralimitarse en uno u otro modo es exclusiva del ser humano. Por eso todo ámbito social donde desenvuelve su actividad debe ser a prueba de fallos y de tontos, es decir, hecho para limitar al máximo los errores que inevitablemente han de sobrevenir, para impedir que los tropiezos e irregularidades individuales adquieran el carácter de generales o produzcan daños irremediables. Pero es el caso que la carretera no sólo no evita, sino que en demasiadas ocasiones fomenta el desatino del hombre, exigiendo del individuo un rendimiento más allá de sus posibilidades. Lo que verdaderamente resulta un fallo humano, por lo menguada, es la cifra cotidiana de estragos automovilísticos; lo que tiene todos los visos de un error de la naturaleza es el elevado número de superdotados entre los conductores de este país; lo que pondrá los pelos de punta a nuestros descendientes será contemplar en los documentales las heroicidades de sus mayores al volante.

En las antípodas de tales reflexiones, el enfoque acostumbrado de los accidentes de tráfico tiende a propinar una afrenta póstuma a sus víctimas. Pues el mensaje subliminal emitido se acerca a éste: la muerte o los descalabros sufridos les han llegado (o los han provocado) por dementes, incívicos, insensatos, irascibles, distraídos, arrogantes, impacientes, borrachos ... ; en una palabra, por infractores. Han desobedecido el Código de Circulación, y en el pecado llevan la penitencia. El percance ha sido un castigo merecido y si tal vez la muerte propia o ajena parece una multa desproporcionada al delito perpetrado, en cualquier caso es indiscutible que ha sobrevenido por una responsabilidad sólo personal. La enseñanza que de este modo se nos inculca es múltiple. Por un lado, la naturaleza de nuestras carreteras (y es de suponer qeu la del ministro del ramo y sus colaboradores) queda elevada al rango de inmutable; por otro, se proclama el triunfo definitivo de la justicia sobre el transgresor; más allá todavía, se repone la bondad incontestable del principio de autoridad: que nadie se desmande o pagará las consecuencias. Con todo ello, cualquier otra instancia de naturaleza digamos que estructural o pública queda exenta de participación en el trágico despropósito y se descarga la entera culpabilidad en los usuarios. El ciudadano de a ruedas, necesitado de creer lo que tan sabios sacerdotes del poder predican al unísono, acaba aceptando su innata maldad.

Claro que si se obstina en indagar qué hay de detrás de esta presunta fatalidad, a lo mejor acaba descubriendo realidades demasiado humanas. De las muchas preguntas que entonces surgen, atrévase a formular ésta por brutal que resuene: ¿cuánto cuesta un muerto o un herido en relación con el importe de un metro de carretera?; ¿cuándo comienza a ser más rentable el dinero público invertido en una adecuada red viaria que el empleado en aquellos otros capítulos? A falta de respuesta, quienes aún puedan contarlo deberán considerarse en su fuero interno como supervivientes de esta hecatombe semanal y merecedores de la medalla al conductor intrépido.

Por lo demás, y que se me dispense la frescura tras este alegato, no todo es negativo en el balance. Imaginemos, por ejemplo, que con muy sopesadas razones ha decidido usted abandonar este mundo cruel. En tal caso, y además de los recursos tradicionales, sepa que puede contar con la inestimable colaboración del tráfico de fin de semana o de vacaciones. Siempre es un consuelo en ese trance.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofía de la universidad del País Vasco.

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