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La imaginación y el poder

Uno de los eslóganes favoritos de la generación y la revuelta de mayo de 1968 que más relevancia conquistó en los medios de masas y, por tanto, uno de los fetiches más espectaculares del simulacro de revolución representado en el escenario del Quartier Latin, conjuró ambos conceptos, el de la imaginación y el poder político, como los términos de una identidad e e histórica. Asimismo, uno de los ;actos más célebres de aquel happening urbano, la ocupación del teatro del Odéon, reiteró el intercambio de significados entre la representación institucional del poder democrático y la representación escénica del teatro como la señal distintiva de una nueva época.Cuando el Parlamento se ha convertido en un teatro burgués, el teatro burgués se convierte en Parlamento" era aproximadamente el leitmotiv de aquella ocupación devenida drama u ópera total.

La defensa poética del poder de la imaginación exaltaba utópica y emancipatoriamente la creatividad, el deseo, la espontaneidad individual o inconsciente, el trabajo de la fantasía el principio del placer como nuevos principios constituyentes de una sociedad hasta ahora gobernada por un principio e racionalización formal, de eficiencia técnica y económica y de los consiguientes valores ascéticos derivados de una interpretación discutible de la ética protestante (más próxima de Calvino que de Lutero, más afín a los valores del capitalismo clásico que a los del humanismo de inspiración clasicista, más allegada al reduccionismo economicista de Weber que a la interpretación humanista y mesiánica de la era protestante debida a Tillich). En cualquier caso, la reivindicación del poder de la imaginación convirtió las calles de París en una alegre fiesta.

Aquellos eslóganes del poder como imaginación y teatro sólo podían haber nacido del suelo francés. Eran los últimos ahijados de la revolución superrealista, los herederos espirituales de Fourier, Lautréamont, Bréton, de la teoría del simulacro de Klossowski, del letrismo... En Alemania, por la misma época, el santo y seña del izquierdismo francés se recibía con recelo. La sociedad como obra de arte había inspirado, desde el romanticismo hasta el expresionismo, una utopía que, con el advenimiento del nacionalsocialismo, puso de manifiesto la ambigüedad política de sus designios estéticos. Fue Goebbels, el entusiasta admirador del programa de la ciudad y la civilización como obra total que Fritz Lang interpretó en el celuloide de su histórico filme Metrópolis, quien había acuñado la consigna radical del poder como obra de arte. Antes del Mayo del 68, la sociedad alemana había conocido la movilización total de la sociedad civil y la propia organización de la guerra contra los enemigos internos y exteriores del Reich, como una colectiva ópera total. La izquierda italiana de aquel período mostró espontáneamente menos simpatías por aquel principio, que había sido, asimismo, el santo y seña de las falanges o vanguardias futuristas y de su estilización esteticista del militarismo, la guerra y las formas de poder total. El caso de España era, en apariencia, diferente. Aun cuando el Valle de los Caídos (mucho antes que Bofill, el verdadero punto de partida del kitsch arquitectónico posmoderno) constituyera una aportación al fascismo europeo tan importante al menos como las propias escenografías arquitectónicas para un poder total debidas a Speer, su ejemplo se diluía en la tradición ideológica y artística del Estado teocrático español, confundido, por lo demás, con su noción de Estado moderno (y se diluía en la tradición del concepto contrarreformista de Propaganda Fide a través de medios estéticos).

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Han pasado dos décadas desde la formulación de aquel mágico principio del poder como obra de la imaginación y, entre tanto, se han apagado los colores y calores de la fiesta revolucionaria del Mayo del 68. Las calles en torno al Quartier Latin siguen siendo el espléndido escenario que eran, ahora incluso acrecentado con la restauración arquitectónica de la memoria histórica como simulacro y de las nuevas concepciones posmodernas de la arquitectura como producción de escenarios totales, en el sentido en que lo ilustran los rutilantes aceros y plásticos de las actuales Halles.

Hoy aquella consigna revolucionaria se manifiesta como su contrario: no precisamente como la subversión de un poder racional, tecnológica, informática o militarmente definido, en nombre de la fantasía poética, de las esperanzas del pasado y del presente y del trabajo creador de los hombres; no como la imaginación al poder en el sentido más tierno que encierra esta ambigua frase, sino el poder institucional, el poder emanado de las normas técnicas de reproducción de la vida que definen el actual estado atómico como poder de la imaginación, de la producción de imágenes, del teatro medial, de la suplantación de la cultura, la historia y la propia vida humana por su simulacro político, tecnológico y, ante todo, medial.

Paradójicamente (al menos para quien ignorase la historia del concepto, desde los autos sacramentales del barroco español hasta las escenografías nacionalsocialistas de las paradas militares), la pretensión emancipadora del eslogan del mayo francés se ha convertido hoy en el principio elemental que define el nuevo sistema de dominación en la sociedad industrial avanzada como sistema de producción espectacular de todos los aspectos de la vida, como poder de la imagen devenida principio de realidad tanto en las relaciones intersubjetivas como en las decisiones económicas y políticas.

El poder de la imaginación se ha convertido en el poder de los diseñadores del universo político, social, económico y cultural, en el poder de los agentes de una producción industrializada de la cultura y de la conciencia individuales en que los contenidos ideológicos de la propaganda se confunden con los contenidos fetichistas de la publicidad mercantil; en fin, se ha convertido en el poder de urbanistas, arquitectos, publicistas y designers entendidos como especialistas del simulacro del mundo.

Atrás queda la olvidada esperanza de una creatividad y espontaneidad sociales capaces de configurar la realidad inmediata de nuestras vidas y de la propia cultura como un mundo de formas y valores simplemente humanos y humanamente reconocibles. Atrás. queda aquel ideal de la cultura que formuló la edad del humanismo y del renacimiento artístico europeo. El signo visible de esta esperanza olvidada es la actual crisis del arte. Ésta no es precisamente una crisis de su exacerbado valor económico ni de su hoy intensísima producción cuantitativa, su impresionante variedad estilística y su generosa difusión medial. Es más bien una crisis en cuanto a su creatividad, lo cual responde, a su vez, al sentimiento de su vacío u obsoleto papel formativo, educador y anticipador de lo nuevo. Cuando el mundo se reproduce como espectáculo total, el arte, la creatividad individual y la libertad humana que sólo puede subsistir en el acto creador, se vuelven obsoletos, o bien se transforman ellos mismos en espectáculo. Entonces, la imaginación al poder tan sólo define estéticamente un nuevo poder total sobre la sociedad y el individuo humano, confundido con el sistema de su reproducción como espectáculo.

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