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Las crisis del PSOE

En estas últimas semanas se ha hallado más de Pablo Castellano, Nicolás Redondo y Antón Saracíbar que de todos los partidos de la oposición juntos y de sus líderes respectivos. Es una forma de decir que lo que ocurre en el PSOE es más importante hoy por hoy que lo que ocurre en la oposición, porque ésta es débil y no representa ninguna alternativa a la mayoría socialista. Toda perspectiva de cambio a corto plazo pasa por la crisis de esta mayoría, y eso es lo que unos esperan y lo que otros -los que quieren la continuidad de un Gobierno de izquierda- no deberían olvidar ni un solo momento.Personalmente, me ha inquietado más el asunto de las declaraciones de Pablo Castellano que el de las dimisiones de Redondo y Saracíbar, porque creo que sus repercusiones generailes son más negativas. No hay tema más fácil y populista en nuestro país que el de acusar a los políticos de corruptos o aprovechados, porque la mayoría lo han sido a lo largo de nuestra historia, hasta hace muy poco. El Estado español ha sido tan cerrado, autoritario y excluyente a lo largo de nuestra historia contemporánea que la gente se ha acostumbrado a verlo como algo muy lejano, muy inaccesible y, desde luego, muy ajeno, excepto en algunos períodos breves e inestables, como el de la II República. Ser político era ferinar parte de una casta especial de gentes que se aprovechaban de ese Estado lejano para enriquecerse, lo cual era fundamentalmente cierto. Y muchos siguen pensando esto, porque la democracia actual es todavía muy reciente, porque el Estado actual ha heredado muchas realidades y muchos símbolos del pasado -y para la formación de opiniones los símbolos son a menudo más importantes que los hechos- y porque los mecanismos de agregación social siguen siendo débiles y por ello es más fácil expandir un rumor que constatar una verdad.

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Por eso creo que hay que decir muy claramente que uno de los principales resultados del fin del franquismo y el comienzo de la democracia actual es que ha legado al Gobierno una serie de dirigentes políticos que, más allá de su mayor o menor capacidad, se han caracterizado por su honradez personal y su honestidad en el manejo de los asuntos y los caudales públicos. Es cierto que la rapidez con que ha habido que crear nuevos equipos de dirigentes políticos en todos los niveles ha convertido en dirigentes a muchas personas poco preparadas y hasta incapaces. Algunos han aprendido pronto, otros no y son bastantes los que le han cogido gusto a ciertas prebendas del poder político, como el coche oficial y las comidas a cargo del presupuesto. Todos los partidos han tenido que hacer frente a situaciones incómodas y hasta escandalosas de militantes que se han aprovechado de sus cargos públicos para obtener beneficios personales o para ejercer influencias. Pero más allá de todo esto nadie puede acusar seriamente a la gran mayoría de los dirigentes políticos que ha tenido nuestro país durante estos 10 años, en el Gobierno y en la oposición, de haber sido o de ser corruptos y de haberse enriquecido con el dinero de todos. Y eso hay que decirlo porque es verdad y porque constituye un gran patrimonio de nuestra democracia.

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Ya sé que por más que se diga mucha gente no lo cree. Y que a veces basta un mal paso, un error o un episodio aislado para que todas las sospechas y reticencias acumuladas durante tantos años en la conciencia colectiva se confirmen. Por eso las acusaciones hechas contra un dirigente por un miembro del mismo partido, realizadas además desde un cargo judicial importantísimo, desencadenan algo más que una crisis coyuntural. De hecho, confirman lo que mucha gente cree: que no hay trigo limpio, que todos son iguales y que nada vale la pena. La democracia por sí misma no garantiza que no habrá dirigentes corruptos, pero ofrece medios para denunciarlos y castigarlos, entre ellos, los medios judiciales. Si estos medios no se utilizan, si el rumor sigue haciendo las veces de prueba y si todo ello sirve además para ventilar querellas internas de partido, lo que sufre es la democracia en su conjunto, porque en asuntos como éstos salen malparados y desprestigiados todos, dirigentes y partidos.

Frente a esto, la dimisión de Nicolás Redondo y Antón Saracíbar de sus cargos de diputados es un problema completamente distinto. Estoy convencido de que en este episodio han tenido un papel importante algunas cuestiones personales, pero lo decisivo no es esto. Lo decisivo es que aquí se plantean abiertamente y a la luz pública dos grandes problemas políticos, a saber: la relación entre Gobierno, partido y sindicato y los efectos sociales de una determinada política económica.

Tal como yo lo veo, a la UGT le ha empezado a pasar lo mismo que al PSOE como partido, en relación con el Gobierno. Me refiero al problema de quién dirige a quién y quién controla a quién. No es un problema específico de nuestro país ni de la actual mayoría sino más general. En el Reino Unido, Alemania Federal o en Suecia, para poner tres ejemplos clásicos, los Gobiernos laboristas y socialdemócratas se apoyaban en unos sindicatos poderosos, con capacidad para pactar grandes acuerdos y hacerlos cumplir. El papel de unos y otros estaba bien delimitado porque se movían en el marco de un Estado del bienestar floreciente y había margen para que unos y otros pudiesen actuar sin interferencias ni contradicciones insalvables. Pero cuando se inició la crisis del Estado del bienestar surgieron contradicciones y enfrentamientos importantes, francamente difíciles de resolver. Baste pensar en el Reino Unido.

Lo grave para nosotros es que en nuestro país tenemos unos partidos débiles y unos sindicatos también débiles en comparación con los de los países citados, pero un Estado poderoso y heredado de situaciones anteriores. Cuando el PSOE llegó al poder en 1982 no se encontró con un Estado del bienestar floreciente sino con una crisis muy seria, un paro galopante, un sector público inviable que exigía medidas de reconversión urgentes y traumáticas, una inflación que dejaba muy poco margen de maniobra y un aparato estatal pesado, burocratizado y poco adaptado a las exigencias de un sistema democrático. Se podrá discutir la forma y los métodos con que el Gobierno socialista se enfrentó con aquella situación, pero no creo que pueda discutirse la necesidad de hacerlo. Por la urgencia de los problemas a resolver y por las consecuencias, de nuestro sistema electoral, el Gobierno socialista se convirtió en el eje central de la iniciativa política. El partido se transformó sobre todo en un instrumento para suministrar cuadros políticos y para legitimar las decisiones que el Gobierno iba tomando. Y lo mismo o casi lo mismo le ocurrió al sindicato, a la UGT.

En una primera, fase unos y otros aceptaron con más o menos entusiasmo la situación, porque en el fondo todos eran conscientes de que no cabían muchas alternativas y que las medidas que se aplicaban eran necesarias. Pero ahora la situación es distinta. En líneas generales, se puede decir que la política económica aplicada ha tenido éxito: se ha detenido la inflación, han aumentado las inversiones y hay importantes sectores de la sociedad española que viven mejor. Pero al mismo tiempo, sigue sin resolverse el problema del paro y hay sectores sociales que viven peor o se hunden en la marginación.

El problema actual es, pues, el de saber si es posible o no pasar a una política de mayor redistribución de los beneficios conseguidos; si es posible o no poner el acento principal en combatir la marginación y en luchar por una mayor igualdad y una mayor solidaridad;, si es posible o no superar la crecíente tendencia a las reacciones corporativistas e insofidarias. Este: es, a mi entender, el problema de fondo.

La UGT no es exactamente el PSOE, ni por el número, ni por la condición de sus militantes, ni por los sectores sociales que representa. Actúa, además, en un terreno que le es disputado por otras organizaciones sindicales y, en primer lugar, por Comisiones Obreras. Por eso es cada vez más dificil que la UGT pueda aceptar el papel de legitimador más o menos pasivo de las decisiones del Gobierno, sobre todo porque es una organización de hecho más poderosa que el propio PSOE. Por otro lado, el Gobierno socialista y el propio PSOE se ven constreñidos a ocupar varios espacios políticos a la vez, por la falta de una auténtica alternativa de derecha y de izquierda, y como partido y como Gobierno no pueden representar ya únicamente a los sectores sociales que representa el sindicato.

El problema es saber lo que va a ocurrir de ahora en adelante. De hecho, estos problemas se están discutiendo también en el propio PSOE y, en general, en todos los partidos de izquierda. Lo que hay de momento es la constatación de unos problemas y de la dificultad de resolverlos con los instrumentos que hasta ahora existían. Pero lo que no hay por ahora ni parece que vaya a existir a medio plazo es una alternativa económica y social distinta. Hay propuestas parciales, defensas concretas de grupos sociales concretos, pero no una alternativa general.

Los sindicatos de este país se han encontrado ante una situación bastante compleja. Al igual que los sindicatos de otros países, han tenido que acometer tareas políticas importantes, pero en nuestro caso por carencia o debilidad de los partidos. Comisiones Obreras ha tenido que ocupar prácticamente el espacio político que el Partido Comunista dejó vacío con sus crisis internas. Y ahora la UGT puede acabar ocupando el espacio del PSOE como partido ante el Gobierno socialista, sobre todo porque el PSOE ha demostrado que no tiene la fuerza suficiente como para poder resolver este conflicto, ni siquiera como intermediario.

Naturalmente esto creará al Gobierno del PSOE una situación incómoda y nada fácil. Pero, precisamente por ello, se verá obligado a discutir más, a negociar más, a transigir más, a convencer más. Y, sobre todo, le obligará a contrastar más sus propias opciones económicas y sociales, especialmente en lo que se refiere a la posibilidad de una política más redistributiva y a una lucha más fuerte contra la marginación social.

Por eso creo que las dimisiones de Redondo y Saracíbar son la expresión plástica de los problemas existentes, pero no la manifestación de una crisis. O, más, exactamente, que pueden llegar a ser la manifestación de una crisis si estos problemas se resuelven mal.

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