Confianza y credibilidad
Acudiendo a prestar solícita ayuda a tecnócratas y oportunistas de la más variada especie, la pléyade de sociólogos de alquiler se ha dedicado a fabricar una académica teoría sobre las causas de la inocultable disociación sociedad-Estado que a algunos preocupa y a muy pocos ocupa, apoyada en el tópico argumento de la irrenunciable individualidad del carpetovetónico, del arraigado corporativismo, de la desconfianza endémica y del secular recelo ante los políticos -todos los políticos son iguales- y lo político, que conforman constantemente el pensamiento de nuestro pueblo, y que, según ellos, es poco dado a valorar actitudes de generosidad o entrega, estando más inclinado, en exceso, a dudar sobre las intenciones de quienes, para merecer su adhesión, invocan gradilocuentemente valores o principios de alta consideración y de aún más alta rentabilidad.Coinciden con ciertos literatos satíricos en que este pueblo, de tan profunda y proclamada raigambre religiosa, a poco que se le rasque acaba afirmándose cazurramente en el dicho de que sólo cree en la paz de los sepulcros, y está históricamente más que de vuelta de casi todas las cosas como para pasar, tanto antes como ahora y siempre y por los siglos de los siglos, de este o de aquel Gobierno, de este o de aquel partido, de aquellas no tan antiguas Cortes y estos no tan modernos Parlamentos, de los temidos jueces y demás cosas de políticos y personajes de alta alcurnia.
Hay algo de todo eso, qué duda cabe, pero no estaría de más valorar la posible influencia que en ese comportamiento de generalizada cautela puede tener la indudable contribución a la nula credibilidad de instituciones, política y políticos que algunos aportan con sus inexplicables actitudes de oscurantismo, permanente desmentida y contradicción, versatilidad e incoherencia, cuando no de flagrante engaño.
El falso testimonio en juicio es, por ejemplo, una de las piezas fundamentales de nuestro proceso judicial, comportamiento que se asume como natural y casi obligado trámite, en idéntica valoración con la justificación de la falsedad, perdón de la inexactitud de declaraciones fiscales o administrativas, con la hinchazón de presupuestos para la obtención de ayudas o subvenciones, con el engordamiento de declaraciones de solvencia a efectos de solicitud de créditos, hábitos que corren en equilibrada pareja con el enflaquecimiento repentino que sufren todos esos balances o inventarios cuando se trata de obtener becas y con el desmejoramiento que aqueja clínicamente a las cuentas cuando se trata de liquidar impuestos. Es realmente sorprendente la equilibrada presencia de la tendencia a la obesidad y a la magritud, en el mismo contable paciente, según sea una u otra la clase de inspectores llamados a realizar el análisis.
Instituciones que quieren aparecen bien serias y rigurosas se quejan, y puede que con razón, de la injusticia que supone la falta de credibilidad de sus cifras, cuando se esfuerzan con abrumadores datos en tratar de convencernos del ingente aumento de nuestra capacidad adquisitiva, y de la más que rigurosa dieta a que están sometidos, para su contención, los precios, o nos ponen de manifiesto el aumento del coste de vida, y lógicamente reaccionan frente a la no fiabilidad de sus estudios, estadísticas, muestreos y encuestas, con tanto esfuerzo elaboradas que son recibidas por el público con habitual burla y que parecen formar parte de un divertimiento admitido, que más se asemeja en su valoración y aprecio al juego de dados del mentiroso que al más científico y bien riguroso juego del ajedrez.
Se ha de intentar entender los lógicos apuros del ministro que trata de convencernos de nuestra comprobada ausencia de la estructura del mando unificado de los belicosos paladines de Occidente, y de su enfado, al dudar de él sólo porque vemos que se pasa el día asistiendo a las reuniones de quienes precisamente allí sólo pueden entrar por ser de los de la casa.
Asuntos tan desacertadamente tratados, sin luz, taquígrafos ni facilidades de aclaración alguna como el tráfico de armas, el caso Flick, los GAL, las intromisiones telefónicas, la relación fascismo italiano-ultra española, la trama oscura incívico civil del 23-17 y las cuentas reales de los múltiples agujeros bancarios o eléctricos, que el presupuesto del Estado, esa Hacienda -que somos todos-, debe soportar resignadamente, son ejemplos bien patentes de una quizá involuntaria, pero bien irresponsable, contribución a la generación de un clima de ausencia de fiabilidad, credibilidad, confianza y seguridad en el decir y en el hacer de muchos de nuestros responsables de la más variada carnetologia que aparecen temerosos ante cualquier iniciativa de control o clarificación.
Tenemos que preguntarnos con qué legitimidad y autoridad moral podemos intentar reprimir al testigo falso; sancionar la inexactitud o fraude en la declaración fiscal; corregir el engaño que se generaliza para percibir el subsidio de desempleo; acabar de una vez por todas con la simulación de insolvencia, la ocultación de bienes, el fraude de acreedores y las muy variadas y chapuceras estafas que son moneda diaria del tráfico ciudadano, cuando se ha de apreciar análoga trapacería e insolidaridad en la manipulación informativa, precisamente cometida por quienes tienen la responsabilidad de garantizarnos una información veraz y objetiva, como una práctica habitual y hasta justificada, o cuando no ya ocasionales promesas, sino auténticos compromisos políticos y jurídicos, son saltados galanamente a la garrocha, y hay quienes están haciendo con sus malabarismos en la doble contabilidad de los partidos y en los datos e informaciones que se vierten en plenos municipales, en sesiones parlamentarias, en declaraciones oficiales de rendiciones de cuentas y gestiones políticas, más que la exhibición de ejemplares demostraciones de respeto a las instituciones, a su limpio juego y a los derechos del ciudadano, una muy vulgar y poco ingeniosa maniobra de diversión o pillería mezquina, en la tradición de la picaresca española.
Para encariñarse con las instituciones, hasta el extremo de que su valoración y defensa justifiquen el sacrificio personal, si
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ello fuere preciso, ha ce falta que los depositarlos de su quehacer responsable hagamos un serio esfuerzo, nada egoísta, hasta poniéndonos en peligro de perder ese poder en ellas, por dotarlas de credibilidad y confianza, pues si no las respetamos aquellos a quienes se nos han entregado como instrumentos para el cumplimiento de nuestro compromiso político, mal podemos quejarnos de que otros las desprecien o ignoren, cuando nada, ni en su fondo ni en su forma, les motiva a que los sientan como suyas.
Cuando algo se tiene en custodia, depósito o en administración, no es bueno sentirse tan dueño que se pueda incurrir en la delictiva apropiación indebida, y si la limpia política puede y debe comprender el lógico e irrenunciable derecho a cambiar de posición y de opinión y la obligación de sincera corrección de antiguas actitudes, lo que no puede nunca digerir es la trampa, el engaño, la habilidad, el malabarismo de prestidigitadores o tahúres.
El hoy defensor del pueblo, en aquellas reuniones de la Redacción de Cuadernos para el Diálogo solía decir, y bien gráfica era la expresión, que cuando la mecanógrafa comete faltas de ortografía es de imbéciles tirar la máquina de escribir por la ventana. Las trampas no las suele hacer la ruleta, sino el crupier.
El sistema democrático es un bien frágil, débil; es un delicado mecanismo de relojería en ajustado juego de pesos, contrapesos y controles, facultades, responsabilidades, transparencias, ejemplaridades y riesgos, movido por el motor de la confianza, engrasado en la ética y alimentado día a día con la batería o con la cuerda del respeto a la libertad e igualdad de todos y cada uno de los ciudadanos de los que es, patrimonio colectivo. Hay muchas formas de atentar contra ella; la más grave es deformarla, manipularla y corromperla en nombre precisamente de una abstracta y aparente estabilidad democrática, interpretada según nuestra oportunista conveniencia en la que la seguridad jurídica se sustituye por la ley del embudo.
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