RTVE
Esa noche tuvo una pesadilla horrible: soñó que estaba sentado en un trono descomunal y que comenzaba a ser chupado por el pliegue del asiento; él intentaba resistirse, pero el voraz sillón le engullía enteramente. Ominoso.Y ese día, cuando llegó al trabajo, el conserje de su piso no corrió a abrirle la puerta. Mala cosa. Luego, para mayor desconcierto, encontró a su secretaria aplicándose ostentosamente una gruesa capa de carmín, detalle doblemente sospechoso si se tiene en cuenta que jamás se había pintado los labios. Pero lo peor fue entrar en su despacho y descubrir que estaba ya ocupado por un señor muy bigotudo. El cual le comunicó su cese como subsecretario de Archiperres.
Salió de allí sin poder creérselo: él cesado. Pero ¿por qué? Si él no tenía nada que ver con los antiguos. Si el suyo era un cargo técnico. Si él sabía de archiperres más que nadie. Desolado como iba, no vio a su buen amigo Pepe hasta que no le tuvo encima. Y entonces casi se abrazó a él en su desconsuelo: "¡Que me han cesado, Pepe!". Pepe parpadeó, tragó saliva: "¡Ah, Martínez, no puedo entretenerme, tengo prisa!". Y le dejó ahí tirado, en el pasillo.
Pronto aprendió a reconocer quiénes eran los vencedores y los vencidos. Los primeros navegaban salerosamente por los corredores, erguida la pechera, la sotabarba alta, las corbatas enhiestas como enseñas y un puñal de desprecio en la sonrisa. En cuanto a ellos, los perdedores, tendían a arremolinarse en torno a las máquinas de café: oscuros, imprecisos, cabizbajos. Mirándose torvamente los unos a los otros, porque ahora desconfiaban de todo el mundo. Martínez se secó temblorosamente el sudor frío: ¿qué había hecho mal, en qué se había equivocado? Probablemente se pasó en obsequiosidad con los antiguos. Sí, invitó demasiadas veces a cerveza al subdirector del Asuntillo. El reconocimiento de su error le serenó un poco. Quién sabe, se dijo, quizá pueda arreglarlo. Y, como primera medida, decidió dejarse bigote. Bien poblado, como el de su sucesor en el cargo.
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