Catástrofe controlada
Aunque sus voces tengan el tono de una alerta, las intenciones van por lo general por otro camino: se nos alarma con un peligro que ya conocemos de antemano, pero lo que realmente se hace es comercializar con él. El síndrome de China, película que veremos esta noche, es una astuta criatura nacida in vitro del cálculo de mercado, conscientes sus productores -Michael Douglas en cabeza- del efecto internacional del "¿Nucleares? No, gracias".Primero fabrican centrales, después especulan artísticamente con ellas. Es lo mismo que hiciera Wise respecto a las guerras y sus nefastas consecuencias con Ultimátum a la Tierra; Meyer, con El día después y La hecatombe, y recientemente, sobre las armas bacteriológicas, Hal Barwood, en Señal de alarma.
En definitiva, se trata de acudir a la sala cinematográfica, sentarse cómodamente, estremecerse y soltar continuos ¡oh! ante los alcances de las catástrofes tecnológicas y el desiderátum de la ciencia, para después volver tranquilamente a casa y apoltronarse ante el televisor.
La recepción ha sido inmediata, nos ha cosquilleado algo el estómago y el cerebro, pero al día siguiente acudiremos de nuevo a la oficina sin experimentar cambio alguno.
Ellos, sin embargo, que han inventado la bomba, la termonuclear, y el germen nocivo, encima han engrosado sus presupuestos mediante la explotación de nuestro horror pasivo creando aparentes críticas al sistema. Su sistema.
Así construyen sus gambitos los coreógrafos de Hollywood. El síndrome de China, tanto o más que un hecho real -el suceso de Harrisburg, en Estados Unidos, acaecido días después de que el filme se estrenara- conmovió al mundo.
Puede decirse que la película, en términos generales, está bien elaborada, con su mezcla de cine periodístico, misterio, catástrofe y virtud concienciadora, pero poco aporta a quien previamente haya engullido toneladas de imágenes telefilmescas, ésas realizadas bajo la premisa de lo estándar, bello formulario de líneas discontinuas que hay que rellenar sin salirse un ápice de la frontera marcada por el papel.
Riguroso control
En código cinematográfico, esto se traduce en planos y contraplanos expuestos a un riguroso control de duración y encuadre; narración comprimida; suspense delimitado por el balbucear de las alarmas sonoras y esos tableros de mando que nadie entiende, pero cuyo significado trágico se supone; actores, famosos actores -ni más ni menos que el Lemmon, la hija de Henry y el hijo de Kirk: El día de los tramposos-, con cara de preocupación, nervios a punto de rebasar sus tejidos y una crispación constante que ha de recompensarse en nominación para el Oscar de la Academia.Y, por encima de todo esto hay un director artístico que contribuye con su profesionalidad a crear naves y laboratorios que resultan creíbles para sus fines terroríficos. Es un cálculo mercantil, pues, perfectamente diseñado, enlatado y consumido el de El síndrome de China. Claro que detrás de lo evidente -porque todo es evidente desde el principio hasta el fin- y de la aparente carga de progresía -ahí está Jane Fonda, vivaz reportera de televisión, para demostrarlo- no hay nada.
Lo cierto es que no hay inspiración, ni personajes de verdad, ni intención alguna de crear mundos turbulentos a partir de un axioma real, patético, reconocible en cada costa de la sociedad civilizada. El panfleto, por obvio, se agota en su mismo enunciado.
El síndrome de China se emite hoy a las 22.35 por TVE-1.
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