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Dago, boche, gabacho

Ha bastado la canción Miss Maggy, del francés Renaud, en la que se ridiculiza a Mrs. Thatcher, para que el británico Nicholas Jeremy, cogiendo el toro por los cuernos, haya centrado el problema mediante otra canción que constituye un ataque directo a Francia y a los franceses, inventores del bidé, devoradores de caracoles y ancas de rana, gente de mal aliento, etcétera. Ambas canciones están obteniendo un gran éxito en sus respectivos países. Y es que en esa Europa occidental, hoy tan unida, basta el más mínimo incidente, a veces en forma de lechuga, para que de golpe resuciten los viejos fantasmas y los alemanes se conviertan en boches; los franceses, en gabachos, y los españoles, en dagos.¿Qué significado tiene eso de dago? Pues, ni más ni menos, que el que, al parecer, en palabras más corteses, rezaba en un cartel expuesto ante el control de pasaportes del aeropuerto de Heathrow, distinguiendo a españoles y portugueses de los restantes ciudadanos de países miembros del Mercado Común; un término despectivo aplicado a españoles, portugueses y, por extensión, italianos. Desconozco el origen de la palabra, aunque lo más probable es que naciera en la América del período colonial. ¿Vendrá de Diego, un nombre que tal vez les resultase chocante, ya que, adaptado a nuestra fonética, dago se pronuncia aproximadamente deigou? No lo sé con exactitud, ni me parece que tenga mayor importancia. Pero el término subsiste, al igual que boche, gabacho y otros que, aunque no se exhiban en las fronteras, reflejan la tradicional hostilidad de cada país respecto a sus vecinos naturales. No es casualidad que los franceses sean susceptibles de caer mal simultáneamente a ingleses, españoles, italianos y alemanes. Ni que esa hostilidad no exista entre alemanes y españoles, tradicionales amigos en la medida en que carecen de fronteras comunes.

Razones históricas aparte, la base principal de esa hostilidad es un gran desconocimiento mutuo, que lleva a atribuir al otro todo lo negativo, todo lo indecoroso. Así, una enfermedad venérea será el mal español o el mal francés, según el caso. Y la felacio, un francés para españoles e ingleses, será un inglés para los franceses. La imagen típica de los otros es algo que cambia con gran lentitud. Hasta la Segunda Guerra Mundial -basta fijarse en las películas de la época-, los franceses poseían aún los rasgos que a partir del final de esa guerra sería patrimonio exclusivo de los italianos: vitales, volubles, parlanchines. Ahora, ni unos ni otros responden ya a esa imagen, aunque los italianos todavía deban luchar con la imagen de camareros que de ellos tienen en otros países, sin que de nada les haya valido su pasado cultural. Algo similar a lo que sucede con los españoles, en los que, para quienes poseen cierta instrucción, la imagen del camarero se funde con la de un brutal conquistador tipo Pizarro y la de un personaje del teatro de García Lorca.

Hoy por hoy, el sentimiento de que se es europeo se constituye a la contra, es decir, frente a terceros. Frente al llamado Tercer Mundo en primer término, y no sin atisbos racistas en ocasiones, por esmeradas que sean las campañas de solidaridad para paliar el hambre, los daños causados por terremotos y volcanes, etcétera. Frente a los países que integran el Pacto de Varsovia, la parte contraria de esa Europa dividida en dos bloques en laque andamos metidos: enemigos desde un punto de vista político, ya que no humano. Pero también frente a los amigos: ese Japón, a la vez admirado y temido como punta de iceberg del peligro amarillo tecnológico. Y ese Estados Unidos, aliado político cuya forma de vivir y cuyo sistema devalores vemos cada vez más alejados de los nuestros, como bien describió Francesco Alberoni en las páginas de este mismo periódico la primavera pasada.

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Pero, ¿no encontraríamos ejemplos de sentimientos similares en el interior de cada uno de los países que forman la Europa de los doce? En el Reino Unido, por ejemplo, la fama de los escoceses es de tacaños; la de los galeses, de brutos, y la de los irlandeses, de tontos; los chistes al respecto tienen gran tradición, especialmente los referidos a los irlandeses. Cosa que no puede sorprender a nadie, teniendo en cuenta lo que sucede en España. Los coches con matrícula vasca, por poner un ejemplo, son acogidos con general animadversión. ¿Por temor a que sus ocupantes sean etarras? No; sencillamente por si son simpatizantes del PNV, por no hablar ya de Herri Batasuna. En Madrid, un grupo de amigos me comentó no hace mucho que el eventual atractivo de una joven puede entrar en picado no bien, al hablar, le sea advertido el acento catalán. Y son muchos los hogares catalanes en los que el acento andaluz produce verdaderas descargas de adrenalina cuando suena en la tele, aunque el que habla no sea charnego, o tal vez precisamente porque no lo es. Un amigo de Esquerra Republicana me confesó, hace ya tiempo, que cuando se encuentra fuera de España se siente español. Algo similar, en suma, a lo que sucede cuando la selección de España juega un partido de fútbol contra la de cualquier otro país: las rivalidades entre los distintos clubes se esfuman casi en un ciento por ciento.

El ejemplo de los hinchas nos es, en este sentido, precioso. Para la mayoría de los hinchas del Barça, tan importante como que su equipo gane lo es el que el Real Madrid pierda. Y cuando el Barça juega en Zaragoza o Valencia, el público local, con independencia del resultado del partido que está presenciando, prorrumpe en ovaciones según se entera de que, en otra ciudad, el Real Madrid está ganando. Y es que, igual que hay clubes que son más que un club, hay países, regiones, naciones, que son poco más que un club. ¿Simple parodia negativa? Según como se mire. En definitiva, dando la máxima literalidad a la parodia, no me parecería precisamente una desgracia que las tensiones de diversa índole existentes entre diferentes comunidades se desdramatizaran y diluyeran en forma de encuentros deportivos, ni que los rencores más enconados encontraran su desahogo en el terreno de juego.

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