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La ingenuidad política

En 1933, el filósofo alemán Martin Heidegger aceptó el nombramiento de rector de la universidad de Friburgo. Inauguró su rectorado con un discurso titulado La autoafirmación -si se quiere, también autodefensa (selbstbehauptung)- de la Universidad alemana. Dado el prestigio y la influencia que el filósofo ejercía ya -y que, con los inevitables altibajos, ha continuado hasta la fecha-, el discurso en cuestión tuvo gran resonancia. No tanto por las típicas locuciones a que Heidegger tenía ya acostumbrados a sus lectores y oyentes -que iban del "mandato a recapturar la grandeza de los orígenes" hasta la.concepción de la "esencia de la ciencia" como un 'Tranco, interrogativo, mantenimiento del propio fundamento en medio de la incertidumbre de la totalidad de lo que es", y otras frases del mismo estilocomo por la resuelta afirmación de tres clases de servicio a la patria: el servicio militar, el servicio laboral y el servicio del saber.La idea de los dos primeros servicios no se prestaba a muchas polémicas: el servicio laboral podía interpretarse simplemente como la actividad normal de un ciudadano en cualquier "república de trabajadores", y la frase llservício militar" -el militum facere de los romanos- había ingresado en la lengua común. Pero el "servicio del saber" era cosa muy distinta. A menos de significar meramente la actividad normal de científicos y universitarios, debía entenderse como una labor por medio de la cual se servía a la patria. Pero ahí está el problema: puede servirse, si se quiere, a la patria (haciéndola, por ejemplo, más respetada y conocida) pintando cuadros o haciendo descubrimientos científicos, pero este tipo de servicios no está subordinado a intereses patrióticos o nacionales, de modo que es un servicio sólo por cortesía o por añadidura.

La célebre tesis heideggeriana de los tres servicios ha servido para caracterizar la posición política del filósofo cuando menos por algún tiempo: fue, según algunos, un nazi -sobre todo habida cuenta de que se inscribió como miembro del partido-; fue, según otros, un mero filonazi, o un simpatizante ocasional del nazismo; fue, según otros, un defensor de la libertad intelectual y académica que hizo lo único que cabía hacer en aquel momento: aceptar un nombramiento que pudiera permitirle poner coto a algunos de los desmanes más escandalosos de los jerarcas del partido, etcétera. El asunto tiene, o sigue teniendo, cierto interés porque el caso Heidegger puede considerarse como ilustrativo de los problemas que se le plantean al intelectual en su posición frente al poder político.

Hace algo más de un par de años se publicó por fin un ensayo que Heidegger compuso bastante tiempo antes (en 1945) con el título El rectorado 1933-1934. Hechos e ideas -o reflexiones (gedanken)-. No hay razón para no creer lo que el filósofo dice acerca de su propia actitud en el período que nos ocupa. Supongamos, por tanto, que todos los hechos relatados por él son correctos y que todas sus reflexiones son pertinentes. ¿Qué conclusiones podemos extraer de esta cuestión disputada? .

En primer lugar, que el hecho de que Heidegger dimitiera de su puesto de rector poco menos de un año después de haberlo asumido revela que no se sentía plenamente identificado con las autoridades de turno y con su política persecutoria. Podía, por supuesto, haber hecho más que oponerse a tales o cuales medidas, o hacer el oído sordo a otras, o, a la postre, renunciar al cargo: podía haber protestado de una forma más estentórea contra el nacionalsocialismo; haber tomado, como tantos otros eminentes intelectuales de su país, el camino del exilio, etcétera. No hizo ninguna de estas cosas, y se sumió en un largo silencio. ¿Pero no será esto suficiente para mostrar que nada tenía que ver con el maléfico sturm que arrasó el país y lo llevó finalmente a la ruina? ¿No hablan los escritos de He¡degger como el filósofo quería por sí mismos?

Sí, y este es justamente el problema.

El célebre discurso no contiene -como su hijo Hermann, que se ha encargado de publicarlo, ha puesto de relieve- ninguna referencia específica a Hitler o al Führer. Pero campan por él numerosos pasajes de inflación patriótica. Así, por ejemplo, la insistencia en que la Universidad no solamente educa a los líderes -cosa que está muy en su punto y hasta puede ser eminentemente deseable-, sino también, y sobre todo, que educa y -palabra clave- "disciplina" a "los adalidades y guardianes del destino [otra palabra clavel del pueblo alemán". O la dudosa idea de que la ciencia no es un mero "bien cultural", sino "un íntimo centro que determina todo lo que liga el ser humano al pueblo y al Estado". O la sugerencia de que el mundo espiritual da al pueblo "la seguridad de la grandeza", de modo que puede presidir la marcha "que nuestro pueblo ha emprendido hacia su futura historia". O -frase reveladora- la proposición de que el mundo espiritual es "el poder que más profundamente conserva y mantiene las fuerzas del pueblo, en tanto que fuerzas arraigadas en la tierra y en la sangre". Si todo eso son, como cabría argumentar, metáforas, hay que confesar que son metáforas demasiado cercanas a las ideas que imperaban en algunas de las cabezas germánicas a la sazón menos escrupulosas.

En el peor de los casos, Heidegger contribuyó a que prosperara y se extendiera la hoguera en la que tantos -universitarios y no uníversitarios- terminaron por perecer. En el mejor de los casos, la actitud -y el lenguaje- del filósofo constituyen un buen ejemplo de ingenuidad política.

Este tipo de ingenuidad es, por supuesto, excusable; todos, incluyendo la propia clase política, caen a menudo en ella. Y hasta hay cierto aspecto en la ingenuidad política que es loable: el que se manifiesta cuando se espera de buena fe que la acción política sea un medio para conseguir ciertos fines (una mayor libertad, una mayor igualdad, un mayor bienestar, un más alto respeto por la naturaleza ... ). Pero cuando la ingenuidad consiste en esperar que pueda enderezarse un camino definitivamente torcido, o que se pueden alterar intenciones decisivamente perversas, ya no merece ni siquiera este nombre. No era menester ser un lince en 1933 para advertir que el nazismo no tenía absolutamente nada que ver con "mundos espirituales", y que si, como Heidegger escribió en su discurso rectoral, el pueblo germánico estaba efectivamente "en marcha", no era para nada bueno. No había que hurgar mucho para descubrir que el "nuevo derecho estudiantil", proclamado el 1 de mayo de 1933, era un modo de someter a los universitarios al emanes al nacionalsocialismo y no un paso más en el camino de "colocarse bajo el derecho de la propia esencia", o cualquier otra hinchada generalidad a la sazón excogitada por un filósofo.

Los griegos hicieron circular la máxima que reza: de nada, demasiado. Es obvio que la máxima le viene como anillo al dedo a la ingenuidad política.

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